martes, 25 de agosto de 2009

EL FUNDAMENTALISMO DEMOCRÁTICO

Sin haber logrado la uniformidad de criterios en torno a las acepciones del término “democracia”, ésta representa la emergencia de un nuevo fundamentalismo. A ciegas y de una y mil maneras, quienes ostentan el poder político —y económico por cierto, dado que son también exclusivos beneficiarios de esta, “nueva” creación denominada “democracia liberal”—, nos inculcan que es la única y última alternativa que nos garantiza la construcción de un tipo de sociedad que permite y facilita una convivencia humana donde la equidad es la norma primera y esencial. Y hacia donde, nos repiten hasta el hartazgo, estamos ya encaminándonos. Puede resultar una exageración y hasta una irresponsabilidad expresar semejante idea, sin embargo, si leemos el concepto de fundamentalismo: “Exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida”, según la Biblioteca de Consulta Microsoft Encarta, 2003; o “Exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida”, según el Diccionario de la Lengua Española, observamos los esfuerzos que desde todos los rincones del mundo occidental, nos martillan que no hay otra alternativa al régimen democrático capaz de construir un mundo de paz, de justicia y de respeto a una sana y saludable convivencia humana, y nos piden y exigen infinitos sacrificios de nuestra parte, a fin de consolidar esa meta. Sin embargo, nada de los sucesos a nivel internacional, mucho menos en nuestro país, nos acercan a ese tipo ideal de sociedad que nos venden aquellos que se muestran como los abanderados defensores de la democracia y que nos atosigan con sus discursos tautológicos, aburridos y que a veces nos suenan hasta satíricos. Y no hace falta ni es necesario tomar en cuenta a los enemigos declarados de ella, a quienes desde ya, les repudiamos sus genocidas mecanismos de lucha. Basta mirar y hacer un seguimiento, sin ir muy lejos, a nuestros gobernantes de ayer y de hoy, y a quienes pretenden serlo en el futuro más cercano. Si entendemos a la democracia, en su más simple y preciso concepto, como la defensa y el respeto a la voluntad de los gobernados —ya que “pueblo” me resulta un término demasiado lírico y abstracto, como viciado a la hora de buscarle un real significado—, ninguno de los actos, actitudes y decisiones de quienes nos gobiernan y tienen en sus manos la grande y honorable responsabilidad de representarnos y atender nuestras demandas y sugerencias, ni siquiera nos insinúan la más remota idea de vivir en una democracia. Todas sus actividades gubernamentales se inclinan a favorecer, facilitar, ignorar u ocultar, innegables beneficios para intereses que absolutamente nada tienen que ver con los intereses de nosotros, los gobernados. Lo grave de todo ello, a pesar de haber dado importantes pasos en la democratización de las decisiones en diversos niveles del gobierno, así como en la promoción de la participación directa y activa por parte de la ciudadanía en sus gobiernos locales y regionales, no sólo descubrimos que nos hallamos atados y trabados para responder, sino, que las leyes son creadas y siempre resultan fácilmente manipulables a favor de intereses ajenos y bastante difusos. Realmente, estamos a merced de un “Estado capturado” como lo llama un miembro consultor del Banco Mundial. Nuestra sociedad, mal representada; y nuestro Estado limitado en la toma de sus decisiones, es poco lo que realmente podemos contribuir a favor de la consolidación de un régimen democrático, en estas condiciones.

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