miércoles, 25 de marzo de 2009

La utopía del libre mercado (I)

Imaginar una sociedad, donde cada uno de sus integrantes, tiene igual acceso a oportunidades de satisfacer sus necesidades particulares; sí que constituye una utopía, que sólo se adjudica los buenos deseos de todo aquel que anhela una sociedad humana, donde impere la convivencia pacífica, la tolerancia mutua, el respeto por las diferencias, y la observancia a las leyes vigentes. Definitivamente, el mundo de hoy, es un complejo conglomerado de desigualdades y diferencias, palpables en todos los ámbitos de la naturaleza humana. Las causas y factores que han contribuido a la conformación de esta realidad, son múltiples y son tratados por diversas disciplinas científicas. Hasta se habla de inequidades y de injusticias. Se habla de una intolerable y malsana distribución de la riqueza, y cosas así. La estratificación social, en este tercer milenio de civilización cristiana, comporta un matiz espantoso e irremediable. Involucra el papel del Estado y de corporaciones empresariales económicamente poderosas. Involucra la capacidad del Estado para administrar los intereses de la sociedad que representa, frente a los intereses inquebrantables de organizaciones que producen y acumulan riquezas sinfín, y que avanzan aceleradamente por ocupar espacios en todos los confines del mundo, en una competencia atroz que no considera los potenciales daños colaterales. No obstante, hablar de intereses sociales o colectivos, no siempre constituye una tarea fácil. De por sí, ya es una labor complicada pretender configurar el cuerpo social, soslayando el papel clave que juegan cada uno de sus individuos. A simple vista, pareciera que el interés social no es otra cosa, que la suma de los intereses individuales. Sin temor a equivocarnos, podemos sostener que no es así. Extraños fenómenos intervienen en el ciclo vital de un grupo humano, que aparentan eliminar al individuo, confundirlo en una amalgama de actitudes y comportamientos que sugieren ser colectivos, pero no es así. En consecuencia, constituye una mayor complejidad conocer y definir lo que los individuos, persiguiendo objetivos coincidentes o comunes, conforman lo que llamamos “grupo”. Desconociendo las unidades, desconoceremos, con mayor razón aun, el conjunto. Es lo que pasa con la sociedad humana. En términos generales, es imposible definirla. Aun, delimitándola en un contexto específico, es poco lo que podemos hacer en ese sentido. Hasta la pedagogía encuentra problemas para definir su objeto de estudio: el estudiante (o cualquiera de las otras denominaciones que se ha convenido en otorgarle: aprendiz, participante, alumno, discípulo, aprehendiente, etc.). El individuo, es un elemento de estudio que constituye una dificultad grande, definirlo. Por lo mismo —no resulta difícil coincidir en ello— que es un agente en evolución permanente —en formación, dirían los pedagogos—, resulta incierto trazar su linealidad evolutiva y predecir la meta que alcanzará. Esto es, si es un sujeto inacabado, no sabremos qué es; en consecuencia, si no sabemos qué es, tampoco sabremos qué queremos hacer con él —suponiendo que sea susceptible de ser transformado en base a metas previamente fijadas u obedeciendo algún otro tipo de voluntades o intereses ajenos—. Nuevamente, la apuesta, es a ciegas. No obstante, los paradigmas epistemológicos danzan en torno a esa apuesta, e inevitablemente, muchos se acogen a algunos de ellos, y se facultan el derecho de otorgarles una veracidad infalible y de “verdad inobjetable”. Penosamente, dogmas o credos particulares, son atribuidos a lo que, comunidades académicas o científicas, consideran “conocimiento”, desmereciéndolo. Pero el conocimiento, lo admitimos ahora ––a pesar de la complejidad conceptual que transmite–, es patrimonio de la humanidad. Aun, humanidad, es un término que comporta matices diversos y complejos, que obedecen a intereses, siempre particulares. Indudablemente, en la imposibilidad de asumir con certeza los factores que intervienen en la evolución de un individuo, radica la ineficiencia del sistema educativo por alcanzar sus metas trazadas, el fracaso de la escuela, y la preponderancia de agentes extraescolares en la instrucción y educación de las jóvenes generaciones. El no reconocimiento de una responsabilidad compartida en la socialización del individuo, creyendo que el principal papel lo cumple la escuela, ha hecho que ésta, adquiera cualidades y características inaceptables que no se condicen con su función elemental. Entender al individuo, captarlo en su integridad y explicar sus comportamientos como integrante de un grupo, no conduce a conclusiones satisfactorias para todas las comunidades científicas interesadas o dedicadas a su estudio. Continúa, el individuo, siendo un misterio sin resolver. Un complejo fenómeno imprevisible y desconocido. Podemos especular sobre su naturaleza y elaborar esquemas teóricos lógicos, casi convincentes sobre su estructura sicológica, biológica, social y cultural —y hasta neuronal –; hasta podemos armar debates, a fin de eliminar las discrepancias sobre las características de su estructura física y cultural, y alcanzar el consenso. Sin embargo; aun así, continuaría, el individuo, siendo un interesante e inacabado enigma, cautivando nuestra atención y nuestras energías, en el afán de entenderlo a cabalidad. Incluso, un autor, Pedro Ortiz C., considera que el concepto biopsicosocial del hombre, hoy, es un concepto vago . Quizás, para no muy pocos, la respuesta ya está dada. El grupo influye en el individuo, y éste, a aquel. (Gustave Le Bon , priorizaba al individuo; Karl Marx, a las masas). Pero de qué manera se da esta influencia recíproca, cuáles son los mecanismos, los factores u otros agentes que operan a su favor. No podemos señalar las respuestas sin caer en las trampas de la especulación o en la fuerza de intereses particulares o “creados”, como alguien los llamó, o en los parámetros de algún paradigma epistemológico que siempre andan a la moda . Además, no se ha determinado si la sociedad humana ha creado al hombre, o el hombre ha creado a la sociedad humana. Determinar el punto de inflexión a partir del cual, el hombre empieza a conducirse como un ser social, es improbable. Es casi el eterno dilema del pensamiento humano (algunos pueden llamarlo, el problema cardinal de la filosofía), o como reflexionarían otros, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿El hombre es social por naturaleza, o se ha hecho así, obligado por la necesidad de sobrevivencia? Francis Fukuyama, apuesta por la primera opción. Sin lugar a dudas, al amparo de un determinado paradigma. Incluso la ciencia, con su respectivo método de construcción de nuevos conocimientos (el método científico), está generando dudas y hasta está perdiendo la fama y el respeto que hace unos siglos, adquirió, pomposamente, al extremo de ganarse el apelativo de “credo”. Hasta podríamos sostener que la ciencia, o el conocimiento científico —qué osadía—, constituyen también, una utopía. O un dogma, como insinuaría Mario Bunge , difícil de quebrantar o sustituir. ¿O acaso, del dogma de la oscuridad (la fe), hemos pasado al dogma de la luz (la razón)? (Es lo que pasa con la democracia. No todos quienes la defienden a capa y espada, conocen a ciencia cierta o tienen una mínima idea de su esencia y de lo que ella es. Y ni siquiera conocen, o son capaces de asumir, la multiplicidad de variantes que puede expresar, dependiendo del contexto donde se asiente) Gastón Bachelard, enfatizaría que “el conocimiento de lo real es una luz que siempre proyecta alguna sombra”. Y todo el embrollo, en consecuencia, sobre la susceptibilidad de conocer la realidad perceptible, obedece a una suerte de una “apuesta a ciegas”. Pareciera que el siglo de las luces, continúa proyectando sombras y generando una tenebrosidad más desastrosa e inhumana que el siglo de las tinieblas. Y podemos señalar enfáticamente, que siempre hemos perseguido y “respetado”, una verdad que describen los discursos hegemónicos o los discursos de comunidades científicas, intelectuales o políticas que en su punto máximo de evolución, cautivaron nuestra atención y dieron en el blanco de nuestras expectativas, necesidades o temores, según sea el caso. Porque, indudablemente, “los científicos tienen la disposición para ensayarlo todo”, nos indica Thomas Kuhn . Imposible desarraigarnos o desprendernos de nuestras subjetividades. Y quien más, sino nosotros —ni aun nosotros, pienso— podemos adentrarnos en sus laberínticos senderos nebulosos e inestables como impredecibles, y tratar de explicar su funcionamiento, su lógica, su comportamiento. Si no hemos sido capaces, con todo el adelanto tecnológico y científico (hasta sería aceptable, escribir “adelanto”, entre comillas), de revelar los misterios de la mente humana y de sus infinitas manifestaciones; si no hemos sido capaces de alcanzar objetividad en nuestras teorías o “conocimientos”, es simplemente, porque resulta inadmisible abstraernos de nuestra subjetividad; cómo entonces, nos atrevemos a sostener “verdades” irrefutables en cuanto a nuestra naturaleza, o en cuanto a nuestra artificialeza, como lo diría Marco Aurelio Denegri, nuestro compatriota. Pueden parecer temas no relacionados, hasta excluyentes; sin embargo, tienen mucho que ver. Si no hemos logrado entender nuestra naturaleza, ni la naturaleza que nos rodea, cómo podemos hablar de intereses colectivos, de intereses individuales (así, en plural), de injusticia social (categoría ésta, que Hayek, considera un absurdo), y otras categorías similares que se relacionan con el comportamiento de individuos, instituciones y organizaciones que revelan posiciones de poder invulnerables. Cómo sostener que el libre mercado descansa en los intereses individuales de cada sujeto, sólo limitado, por los intereses individuales de sus semejantes. O cómo sostener que la satisfacción –si ello fuera posible o lógico referirse así— de las necesidades de cada individuo, es suficiente para alcanzar una organización social saludable y próspera, de aquí hacia adelante. Pareciera que ingresamos o comenzamos una discusión bizantina e inútil, tautológica y absurda; pero si no tratamos a profundidad —o al menos lo intentamos, o imaginamos hacerlo así— estos temas que parecen insoslayables, no podremos entender ni explicar los factores que podrían estar causando el desorden (alguien diría, sin dejar de ser irónico, es un “orden del desorden”) que hoy en día, nuestra sociedad, manifiesta. Conflictos bélicos de dimensiones escalofriantes, genocidios y crímenes increíbles, diferencias socioeconómicas atroces, entre otros fenómenos de los tantos que osan empañar nuestro porvenir hasta difuminarlo en una oscurecida fantasía apocalíptica; nos llevan a un punto en el cual, no nos queda sino, elaborar reflexiones que nos indiquen el qué hacer y el cómo hacerlo —sin intuir que la tarea ésta, nos remita una sensación vacía y desabrida—, para intentar remediar o equilibrar nuestra existencia, en tanto, somos integrantes y pertenecientes a un conjunto mayor que nos sugiere un mínimo de uniformidad de criterios para poder perdurar como tal, y como tales. Las alternativas son —aparecen así—, la concertación y el consenso. (¡Qué términos tan vacíos y comerciales en esta época de reconocimiento y valoración de la diversidad cultural!). La estratificación social, que es fuente de las fragmentaciones sociales más escalofriantes e irreconciliables nunca antes vistas ni concebidas, nos obliga a observar estos términos con este frío y desalentador escepticismo. A estas alturas, resulta imposible, torpe o perverso, pretender concertar individualidades, sin perjudicar o atentar contra sus particularidades. Además, quien o quienes ostentan el poder (en cualquiera de sus dimensiones o manifestaciones), jamás doblan la cerviz o ceden en sus razones o creencias. La historia, a un alto costo, nos ha dado esta lección. He ahí, el gran dilema: El individuo. El enigma, el complejo fenómeno indeterminado y que nos niega la satisfacción de conocerlo —y conocernos—. Más difícil, y más grave aun, si permanentemente está construyendo y ampliando sus interdependencias más allá de lo que nuestros sentidos indican. Nuestros intereses y deseos, no conocen fronteras; nuestras expectativas, son siempre ambiciosas y desenfrenadas; nuestras necesidades son, no sólo ilimitadas, sino, inestables, difusas, necias. Se sostiene, que el libre mercado, puede —promueve y hace— que cada individuo satisfaga sus deseos e intereses, tan solo, por el hecho de proponérselo, invirtiendo esfuerzo y energía. Porque este mecanismo —el libre mercado—, garantiza –le es prioritario hacerlo— un contrato social donde la libertad individual, es el paradigma y el principio irrefutable de su imperio. Las normas deben estar dadas sin prever, ni en el corto ni en el largo plazo, beneficio específico para ningún individuo o grupo de individuos determinados, nos aclara Friedrich A. Hayek . Los privilegios no deben existir, bajo ninguna circunstancia; y la coerción, método propio del Estado, tan solo operaría con el único objetivo de preservar el orden establecido. Libertad plena; la ley, única frontera. Aquí nace la utopía. ¿Y quienes tienen tan sólo su fuerza de trabajo –difícil, en este caso, prescindir de la terminología marxista–, cómo competirían? ¿La libertad de la que se habla, por si sola, sería propicia para ellos, para subsistir? Pero es precisamente este vocablo, “libertad” —junto al de “propiedad”, según Pierre-Joseph Proudhon— el que más intrigas y sinsabores nos ha concedido desde que osamos crearlo. Y para Carl Menger (que podríamos considerarlo el progenitor de lo que ahora llamamos “neoliberalismo”), la propiedad es una invención nuestra que constituye “la única solución práctica posible… a la disparidad entre la necesidad y las cantidades disponibles de todos los bienes económicos” que la naturaleza nos brinda. Es difícil ahora, es casi un anacronismo, sostener posturas contrarias a la defensa de la propiedad privada. No hemos sido capaces de construir el indicador exacto que nos permita medir la libertad, equitativamente, dada la diversidad cultural que manifestamos. Siempre recae en alguien —en un individuo—, quien tiene que tomar la decisión inobjetable en cuanto al establecimiento de normas que apunten a la creación de escenarios propicios para nuestra convivencia libre de conflictos desestabilizadores. En consecuencia, libertad y propiedad (categorías sustanciales de un libre mercado, tal y como ahora, ciertos conglomerados dominantes los sostienen y difunden), resultan convenientes y favorables, solamente, para un pequeño grupo de privilegiados. El denominado libre mercado oferta un sinfín de bienes y servicios, igualmente, a un sinfín de consumidores ávidos de satisfacer necesidades e intereses, de los más variados y disparejos, hasta contradictorios. Pero este “mercado”, no es un ente abstracto, ni una idea, ni un espectro al que otorgamos vida. Somos exactamente, nosotros, y sólo nosotros. Unos ofertan y otros demandan. Los visibles y grandes actores del mercado. Unos compran, otros venden. Unos producen, otros consumen. Pero hay quienes, no pueden ni ofertar, ni producir, mucho menos, comprar. Ya están desposeídos, desarraigados de toda posibilidad de satisfacer, por si solos, sus necesidades e intereses. Necesitan de un auxilio, de una ayuda especial, de una mano amiga —de la providencia, señalarían algunos— que les haga posible la continuidad de sus existencias, a duras penas y aunque sea, malviviendo. Surge aquí la idea de incorporar al mecanismo del libre mercado, la cualidad de “solidario” a quien haga las veces de árbitro y guardián del respeto a las normas establecidas. Y nadie más que el Estado. A él le toca el papel de velar por un funcionamiento sin perturbaciones del libre mercado, asistiendo a quienes, por su condición miserable y desposeída —por decir lo menos– que presentan, no puedan valerse por sí mismos; garantizando así, una convivencia pacífica, donde el conflicto sólo sea aceptable dentro del juego zigzagueante de la “libre competencia”. (Inevitablemente, aquí se insinúa que un individuo satisfecho, difícilmente participaría en la creación, promoción y diseminación de conflictos perturbadores del orden social. Los hechos, muchas veces, han demostrado lo contrario). Además, quienes participan de las normas del libre mercado, en cualquiera de los papeles que le son consecuentes, necesita entender y asumir, que los “otros” son necesarios —y el fundamento– para la continuidad del mundo (es decir, del propio “libre mercado”). Eliminar a la competencia, eliminar a los competidores; ahí el primer gran desacierto y desatino. El primer gran absurdo, el primer disparate, la primera gran torpeza de quienes creen en la autosuficiencia, en un mundo tan entretejido e interdependiente como el actual. Por ello, la conformación de los monopolios y oligopolios, representan la primera perturbación del libre mercado, y su gran contradicción, porque amenaza su permanencia, interrumpe su funcionamiento y contamina su esencia. Pero ello sucede. El individuo, nuevamente, impera. Sus deseos y afán de poder, no conocen más frontera que su propia ceguera y la carencia de una razonable visión de futuro que incluya, a la heterogeneidad, como fundamento de la convivencia humana. Sostienen la idea de poder constituir, ellos solos, un mercado. No conciben que eliminando la competencia, se eliminan a sí mismos, porque ellos son también la competencia —para los otros—. La utopía vuelve aquí. Esa necedad —que podemos llamarla así, en este contexto—, de obstinarse en primar en el mercado, eliminando al competidor —violentando las normas que le dan vida–– no podría concebirse su eliminación, si no se hace conjuntamente con quien la detenta. Y la teoría del libre mercado, sólo contempla la eliminación de los “privilegios” en cualquiera de sus manifestaciones o presentaciones, de nadie más. Cero privilegios, el principio fundamental del “libre mercado”. ¿Y existe algún mercado, en el cual, se hayan eliminado los privilegios? La predominancia de monopolios, oligopolios y otros conglomerados empresariales súperpoderosos, constituyen la respuesta negativa a la pregunta. (Y aquí nada tiene que ver la capacidad intelectual, ni la aptitud biofísica o el patrón cultural; a lo mas, sólo son factores que juegan un papel compartido con otros que pocas veces se les menciona, a riesgo, de provocar, en calidad de civilizados, grandes vergüenzas. Sino, preguntemos a cualquier “exitoso” empresario —en cualquier parte del mundo—, si desconoce el término: “prebenda”, o si carece de alguna somera idea de lo qué es un Estado obsecuente). Es un absurdo, entonces. No se puede implementar el libre mercado en la sociedad humana. (Amén de la imposibilidad de definir consensualmente el término “libertad”; se adjunta la imposibilidad de definir o construir una idea académicamente aceptable de “individuo”). Ese libre mercado, concebido como un mecanismo de convivencia donde los privilegios sean sólo sueños o anhelos siempre frustrados, resulta una utopía. La gran utopía del siglo XXI . Pero nuestros Estados, están apostando por él. Nuestros líderes políticos y muchos intelectuales, son capaces de poner las manos al fuego por él. No ven al individuo, o en todo caso, lo ven como un agente o un actor, que con un poquito de esfuerzo propio, combinado con una presión desde afuera, pueda asumir actitudes (de preferencia, sumisas ante el orden imperante, y maleables con facilidad de acuerdo a los vaivenes de las coyunturas políticas) que se condicen con la utopía del libre mercado. El uso de un poco de coerción, se concibe propicia en casos en que algún individuo pretenda perturbar o entorpecer la marcha del libre mercado. Además, la democracia —nuestra democracia— lo permite. Ninguna voluntad minoritaria puede ni debe enfrentarse o contradecir la voluntad de la mayoría. Es la esencia de la democracia –de nuestra democracia—, en tanto, la mayoría de la gente la conciba así. Obviamente, una determinada comunidad de académicos e intelectuales, especialistas y defensores de ella —la democracia, en su multifacética existencia––, fruncirá el ceño ante espantosa e inconcebible argumentación. Pero las comunidades científicas, y los discursos hegemónicos que elaboran, difunden y administran, no siempre impregnan su esencia en la población; es más, encuentran casi siempre —por factores que tendríamos que analizar en otro momento—, una reacción contraria a su prédica. La diversidad cultural, y todo ese atractivo discurso del respeto por las diferencias, juegan aquí, el papel trascendental. En suma, el libre mercado, tal y como lo entendemos ahora, sólo puede funcionar con un individuo no libre. Por un individuo esclavo de otros individuos, porque quizás tienen más poder, más aptitudes o simplemente porque tienen mayores oportunidades y recursos —sabrá Dios cómo llegaron a gozar de esos privilegios—. Un individuo esclavo de la ley, de una ley, muchas veces inconsulta; o en el peor de los casos, y a costa del “libre mercado” y de la “democracia”, creada a merced de —y para favorecer a– voluntades e intereses particulares. Desde esta óptica, y a estas alturas, cuando nuestra sociedad está mostrando sus gigantescas fragmentaciones socioeconómicas, culturales y políticas; la creación del libre mercado, aquel que suponemos conocer su esencia y su materialización, resulta un quebrantamiento del propio orden que insinúa promover y edificar. Resulta un crimen. Una gran estafa para quienes no tienen otra opción de vida que la solidaridad, la misericordia o la caridad. Entonces, si el mercado somos nosotros, y hemos argumentado, que somos no libres (porque, entre otras cosas, tenemos que someternos a la normatividad vigente); sólo es necesario el funcionamiento de un libre mercado, siendo a la vez, un mercado no libre, o no tan libre, o medianamente libre. El problema de la libertad. La libertad, como utopía del hombre que no concibe a los demás como sus semejantes. Emerge el libre mercado como utopía. (“¡Libertad, libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!” ) La contradicción delata su presencia y nos envuelve en un embrollo que no promete salida inmediata, a costa de pensar en una alternativa que amenace reemplazar al libre mercado. Quizás, participaremos así, en el preludio del nacimiento de una nueva utopía. No menos complicada ni menos costosa, en términos de ensayos y experimentos históricos, en sociedades no muy desarrolladas, como la nuestra, evidentemente. Notas: 1. CÁCERES VELÁSQUEZ, Artidoro. Neuropsicología de la sexualidad; 1990. 2. ORTIZ C., Pedro. La formación de la personalidad. Algunos aspectos de interés pedagógico. Editorial distribuidora DIMASO E.I.R.L.; Lima (Perú), s/f; 143 pp. 3. LE BON, Gustavo. La psicología de las multitudes; 1895. 4. POPPER, Karl; explayó este punto, con bastante detalle. 5. BUNGE, Mario. La ciencia. Su método y su filosofía; 1959. 6. KHUN, Thomas. Posdata-1969; 1970. 7. HAYEK, Friedrich. El camino de la servidumbre; 1944. 8. MENGER, Carl. Principios de Economía Política; 1871. 9. Ya lo explica Pierre Bourdiue. Pero se refiere explícitamente al discurso neoliberal. 10. Última frase de Marie-Jeanne Roland de la Platiere (Madame Roland), antes de ser guillotinada, por la misma revolución que pregonaba ser la abanderada de la Libertad: La revolución francesa. (Este ensayo lo publiqué en: “Entera Voz”, revista de publicación trimestral. Año II, numero 1. Chiclayo, junio; pp. 4-8.)

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