jueves, 2 de abril de 2009

EL MIEDO A LA PAZ

Lo más probable es que una “guerra” con el vecino país del sur, termine no sólo con nuestras expectativas de construir un continente próspero y civilizado, aferrado tenazmente a los principios (¿utopías?) de libertad, igualdad, fraternidad; sino, que también contribuirá al descalabro total de nuestras reservas materiales que hasta ahora, después de sobrehumanos esfuerzos, hemos logrado en las últimas décadas. Cuando escuchamos o nos enteramos de las declaraciones que emiten personajes que de una u otra forma influyen en las decisiones políticas de nuestros gobernantes, declaraciones a favor de una ofensiva militar a las provocaciones chilenas de “quedarse” con nuestro mar, nos provoca sensaciones de terror y miedo, frente a las posibles situaciones que padeceremos si ello llegaría (no lo quiera Dios) a ser una fatal realidad. No obstante, quienes más expresan opiniones a favor de una escaramuza en defensa de nuestro territorio y de nuestra soberanía —que obviamente, la convicción de esa situación tendrá que ser respaldada por la resolución de la Corte Internacional—, son aquellos que ni en una remota posibilidad, se ven ubicados en el frente de batalla. Es sumamente cómodo, atizar el fuego desde una larga distancia, cuando quienes los que están luchando en contra de su propagación, son los hombres de rojo —aterrorizados y osados— separados de las lenguas ardientes por unos cuantos metros. Si Chile tiene o no armamento militar de mayor capacidad ofensiva y destructiva que la nuestra, es un debate que en el concurso de ambas naciones, debe ocupar un lugar secundario. En una era globalizadora, donde los esfuerzos gubernamentales están dirigidos a fortalecer tratados comerciales internacionales en aras de combatir con firmeza a pandemias apocalípticas como el hambre, la miseria y la corrupción, la inesperada posibilidad de un conflicto bélico —entre países que conviene más mantener relaciones de confraternidad y mutua cooperación— nos viene como una bofetada a la inteligencia humana. De pronto, y después de compilar y analizar las declaraciones a favor de una escaramuza bélica, podemos concluir que le tememos más a la paz que a la guerra. El primate cavernario y agresivo, carnívoro y feroz, que aparentemente después de tantas experiencias sangrientas y avance científico y tecnológico, hemos creído haberlo domesticado y sedado de por vida, amenaza despertar y tomar por asalto nuestros hábitos y costumbres en defensa de una convivencia pacífica. Poco importa si el costo humano que pondremos en juego, está constituido por las expectativas de muchos de nuestros jóvenes que aportarían muchos más a favor de un país que anhela y se esfuerza por vivir en paz, desarrollando la ciencia y la tecnología enfrentándose cara a cara con cada uno de los problemas y pestes que carcomen día a día las esperanzas de todos los peruanos y peruanas en un país saludablemente sostenible. Estos jóvenes y muchachos, con instrumentos académicos y no bélicos en las manos, contribuirían mucho más a favor de la paz mundial, que tanto anhelamos los seres humanos de todas las partes del mundo. Y si la situación se tornara no propicia para ser tratada en mesas de diálogo y debates civilizados, las decisiones a favor de un enfrentamiento militar tendrían que pasar por la intervención de la sociedad civil de ambas naciones. Así como los militares conocen temas relacionados con la vida civil; los civiles, también conocemos temas relacionados con la vida militar. Ambos, civiles y militares, son integrantes de sociedades diferentes pero complementarias. El militar está preparado para la guerra, pero anhela la paz. Ello es sumamente cuerdo. Si centurias atrás, Maquiavelo, estampó con tinta indeleble que no hay malas leyes cuando las armas son buenas, o que el fin justifica los medios, ahora sabemos y estamos convencidos, que ello sólo contribuye a generar situaciones que van sembrando y cultivando tempestades que, tarde o temprano, nos pasarán una factura fatal. Que nuestro temor sea a la guerra y no a la paz.

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