jueves, 27 de agosto de 2009

NUESTRA CONSTITUCIÓN POLÍTICA

El 5 de abril de 1992, en horas de la noche y en todos los canales de señal abierta que cubrían el territorio nacional, vimos y oímos a un Alberto Fujimori, con el rostro adusto, gestos y ademanes propios de quien ostenta un gran poder —y que no le teme a nada—, justificar sus decisiones antidemocráticas que en ese momento anunciaba. Esta fecha se ha constituido en una línea que divide la historia del Perú, no tanto por lo que se anunció en ese discurso, sino, por lo que devino después de él: La destrucción sistemática y criminal de la institucionalidad vigente en el país de aquel entonces. Irónicamente, Fujimori, señaló a dos fenómenos como las razones que obligaron a tomar las inesperadas y maquiavélicas decisiones que en esa noche anunció: La inoperancia del Parlamento y la corrupción del Poder Judicial, sumándose a ellos lo que él denominó “politiquería tradicional”. La “actitud obstruccionista y conjura encubierta” por parte de las cúpulas partidarias con la intención de bloquear los esfuerzos del pueblo y del gobierno por construir una “democracia real”. Fue “la descomposición de la institucionalidad vigente”, según Fujimori, lo que lo obligó a quebrar el Estado de Derecho en el país e instaurar un “gobierno de emergencia y reconstrucción nacional” que, sin darnos cuenta y poco a poco, se fue convirtiendo en uno de los gobiernos más indeseables de la historia republicana. En un gobierno que fue capaz, ante los ojos de todo mundo, tejer una red criminal que traficó con las esperanzas de todos los peruanos y peruanas que anhelaban la construcción de un nuevo país que marchara con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, puestas al servicio de una sociedad de bien, próspera y pacífica. (En su discurso del 5 de abril, Fujimori, también mencionó que su objetivo era lograr, “tras la reconstrucción, una sociedad próspera y democrática”). 23 años atrás, un 12 de julio de 1979, se promulgó una nueva Constitución Política, sustituyendo a la promulgada en el año 1933. Sobre aquella, jurando respetarla y hacerla respetar, asumió la jefatura del Estado, Alberto Fujimori, e inició un gobierno que desde sus primeros días (08 de agosto de 1990, en horas de la noche, también), puso en marcha un programa económico totalmente contrario al anunciado en su campaña proselitista. Sería el primer garrotazo a la sociedad peruana. Apoyado por unas fuerzas armadas que, en ese entonces, no sospechaban que también iniciaría una fase de descalabro moral e institucional al descubrirse a varios de sus miembros de alto rango, comprometidos o convertidos en cómplices de las hechuras delincuenciales de una banda de criminales liderados por un ex miembro del Ejército Peruano. Las Fuerzas Armadas (el Ejército Peruano), paseaban sus tanques por las calles, cada vez que las circunstancias lo obligaban. (Léase, amenazaban obstaculizar o bloquear el avance de los planes de quienes, desde las sombras —literalmente, desde las sombras de la noche—, planificaban y daban forma al régimen, tratándolo como si fuera el baúl de unos bandidos), con el objetivo de atemorizar a la sociedad civil y la sociedad política, neutralizando cualquier intento de enfrentamiento contra la tiranía. (¿Qué otro objetivo podría tener, el sacar a los tanques de guerra a pasear por las principales calles de la ciudad?). Cuando el gobernante teme a sus gobernados, es un indicio que nos confirma la condición del gobernante: Ha dejado de ser tal. Ha dejado de ser gobernante —en la acepción más sana del término—, para convertirse en un tirano que no dudaría en usar la fuerza armada, aunque ello anuncie el inicio de una tragedia con elevados costos humanos, para hacer prevalecer sus designios, sus mandatos, sus caprichos. Pero hoy en día sabemos, que el gobernante nunca es un solo hombre. A lo mucho, es la cabeza visible de un grupo o grupúsculo de individuos férreamente organizados con intereses muy particulares, y que nunca o casi nunca aparecen en la escena pública. Además, están decididos a defender sus intereses que difícilmente se articulan con los intereses de los otros grupos humanos que conforman el grueso del conjunto denominado “gobernados”. El 5 de abril representó el primer puntapié a la institucionalidad peruana que, aunque deficiente, lenta y engorrosa, mantenía nuestra esperanza de superar las dificultades del país sin necesidad de asirse de mecanismos e instrumentos delictuosos, o en el peor de los casos, criminales y patológicos, capaces de generar situaciones aberrantes, que han marcado por siempre, la memoria colectiva de todo un país. Lo que hizo Fujimori, pisotear la Constitución de 1979, sin dejar el poder ni la representación que le fue otorgada por mandato popular a través de sufragio universal (por lo que muchos la llamaron una “dictadura cívico-militar), marca un precedente en la historia del país, y nos inocula multiplicidad de temores y miedos, frente a la posibilidad de volver a repetirse. Nada nos garantiza que no sea así. “Toda reforma constitucional debe ser aprobada en una primera legislatura ordinaria y ratificada en otra primera legislatura ordinaria consecutiva” decía el artículo 306 de la Constitución que dejó de existir de un certero golpe de quien recibió el encargo supremo —y sagrado— de cumplirla y hacer cumplir. Y para que no quepa duda de lo establecido en el artículo 306, el siguiente artículo mandaba que “Esta Constitución no pierde su vigencia ni deja de observarse por acto de fuerza o cuando fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone”. Sin embargo, ante la mirada de todos los peruanos y peruanas, Fujimori, el ciudadano que fue elegido para, ante todo “Cumplir y hacer cumplir la Constitución y los tratados, leyes y demás disposiciones legales” (artículo 211), fue quien la dejó de lado, e instauró un régimen a la medida de los intereses, pasiones y expectativas de un grupo de individuos decididos a todo para satisfacer sus necesidades e inescrupulosos apetitos de poder. Al año siguiente del golpe de Estado, se promulgó una nueva Constitución que reemplazó a la de 1979. Si bien está claro que fue ratificada mediante referéndum nacional, después que un Congreso Constituyente Democrático (CCD) la redactara, fue antecedida por una maniobra criminal que se dio a conocer el 5 de abril de 1992. Muchos personajes públicos, ciudadanos y ciudadanas, anhelaban retornar a la Constitución de 1979, incluidos un grupo de políticos y otras autoridades que fueron dejados en la calle, luego de la disolución del Congreso de la República, de la declaratoria de Reorganización total del Poder Judicial, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Tribunal de Garantías Constitucionales, y reestructurar la Contraloría General de la República. Algunos gobernantes defenestrados, juraron una y otra vez, reestablecer la Constitución de 1979, violentada y sustituida por una nueva, luego de un periodo de tiranía con rostro civil. Caído el régimen siniestro después de más de 10 años de infectar a la institucionalidad peruana con un mal indeseablemente maquiavélico, dejándola endémica, en el mes de noviembre del año 2000, se estableció un Gobierno de Transición que administró el país durante 08 meses. Valentín Paniagua, asumió este reto de “contribuir de manera decisiva a la reconstrucción y reinstitucionalización democrática”, como lo dijo en su discurso de asunción del mando, porque respondía a “la necesidad de exaltar, afirmar y consolidar la Constitución como norma de vida y de convivencia diaria”. Irónicamente, podemos señalarlo ahora, Paniagua aludía no a la Constitución de 1979 —como era de esperarse—, sino a la cuestionada y no aceptada, según juristas y constitucionalistas que en ese entonces expresaron su parecer, Constitución de 1993. Paniagua, leyó en su primer discurso como Jefe de Estado, que asumía su papel en “cumplimiento de la responsabilidad impuesta por el artículo 115° de la Constitución del Estado”. Se refería a la Constitución de 1993, que fue alumbrada por una delincuencial dictadura que pisoteó a la de 1979, a la cual sustituía. Efectivamente, nada nos garantiza que no vuelva a suceder lo que experimentamos el 5 de abril de 1992 con Alberto Fujimori, me refiero a que la Constitución de 1993, tiene artículos similares a su similar a la que sustituyó. En su artículo 206, leemos que “Toda reforma constitucional debe ser aprobada por el Congreso con mayoría absoluta del número legal de sus miembros, y ratificada mediante referéndum”. Y quienes tienen la facultad para tomar la iniciativa, también considera a “un número de ciudadanos equivalente al cero punto tres por ciento (0.3%) de la población electoral”. La de CPP de 1979, indicaba que podían ser “cincuenta mil ciudadanos con firmas comprobadas por el Jurado Nacional de Elecciones”. Sólo es un artículo (en la CPP actual es el 206; en la de 1979, era el 306) el que podría impedir la disolución o violación de la Constitución, nada más. Cómo confiar en que nadie podría atreverse a violentarla como hizo Fujimori con la CPP de 1979. Amén de que la Constitución de 1993, la que actualmente nos rige, ha sido el producto de un resquebrajamiento total del orden establecido por una anterior. Alejandro Toledo, elegido en el año 2001, culminó su periodo y en él, sólo se reformaron algunos artículos respetando los procedimientos establecidos en ella. En el año 2006, asume la Presidencia de la República, Alan García, y de igual forma, en su gobierno reformó —y continúa haciéndolo— algunos artículos de aquella Constitución que, en sus primeros años, aunándose a las voces de otros, declaró que anularía o que reestablecería la de 1979. Lo único que se ha hecho a la Constitución de 1993, y que puede considerarse una muestra de rechazo a la coyuntura que la originó, es suprimirle la firma de Alberto Fujimori Fujimori, de conformidad con el artículo 1 de la Ley Nº 27600, publicada el 16 de diciembre de 2001. Es casi nada, por cierto, ya que se quita el nombre, pero la obra queda. Aún con las diferencias que puedan observarse, o con el no paralelismo entre uno y otro hecho, es como si un sujeto X mandara a edificar una vivienda a su modo, de acuerdo a sus intereses, de acuerdo a sus expectativas y necesidades y obligara a los otros a convivir con él, en ella. Luego es desalojado de la casa, y en la placa de inauguración, donde aparece su nombre y firma, es quitada, pero se continúa habitándola. Ello ha sucedido con la Constitución de 1993. Nos regimos por ella, ella nos rige; y sólo hemos quitado el nombre de quien consideramos su gestor, por haberse atrevido a utilizar el poder concedido para ensuciar a todo el país y a su historia. La actual Constitución Política, es nuestra, no cabe duda; no obstante, es difícil olvidar la coyuntura que la produjo, y mirarla con los mismos ojos con los que miramos, en su momento, por ejemplo, a la que sustituyó, después de ser violentada: la CPP de 1979. El criminal es susceptible de ser olvidado; sus crímenes, no.

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