domingo, 12 de febrero de 2012

LA LETRA CON PLATA ENTRA

Artículo publicado en el Suplemento DOMINICAL del 12/02/1
Nicomedes Santa Cruz, decimista peruano escribió en 1958, quizá una de las décimas más conocidas de nuestra patria, titulado “La Escuelita”; su primera estrofa es la siguiente: “A cocachos aprendí/mi labor de colegial/en el Colegio Fiscal/del barrio donde nací”. Medio en broma, medio en serio, Nicomedes, describe una situación característica la escuela de aquellos tiempos. Y en la segunda estrofa dice: “Yo creo que la palmeta/la inventaron para mí”.

Es la época en la que nuestros abuelos repetían una frase con la que muy pocos estarían hoy de acuerdo: “La letra con sangre entra”. No cabe duda que fue la época de oro del conductismo, donde el memorismo y el academicismo fueron los elementos preponderantes en la medición y evaluación de los aprendizajes. Donde las matemáticas eran las materias más detestables, al igual que los profesores que las enseñaban. Y si esa situación perdura hasta ahora, entonces, la escuela ha quedado anquilosada en el pasado, en ese pasado vetusto e inhumano, por el que se le puede atribuir la construcción de muchas cosas, excepto de ciudadanía. “El abandono de la formación de ciudadanos”, es uno de los viejos problemas de nuestra educación, refiere el Proyecto Educativo Nacional (PEN).

“La letra con sangre entra”, es una frase que suena terrible, tanto como absurda y abominable. No obstante, parece haber sido suplantada por otra que también amerita la misma abominación, por donde se la mire: “La letra con plata entra”. Además del tráfico de notas que a nosotros como ex alumnos de la educación básica regular, nadie nos lo puede negar (el sol, ni la luna, ni el rostro de los “traficantes de notas” se puede tapar con un dedo), se ha puesto de moda la compra-venta de “libros” (realmente, son cuadernos de trabajo) desde los primeros grados del nivel inicial a precios exorbitantes, en condiciones de obligatoriedad.

(“Contratos viciados, arreglos ilegales sobre calificaciones, pagos por plazas docentes espurias”, entre otros, hacen que la educación peruana, sea “el sector del Estado que más denuncias de corrupción acumula”, concluye el PEN).

Dadas las informaciones transmitidas por los medios periodísticos, sabemos que el precio de producción de cada uno de aquellos textos de trabajo (mal llamado, libros), es de diez nuevos soles. Pero el precio que pagan los padres de familia, superan en la mayoría de los casos los cien nuevos soles. El Ministerio de Educación ya tiene conocimiento de tan repudiable situación que no tiene nada que ver con la contribución en la mejora de la educación peruana, por lo que el viceministro de asuntos pedagógicos, ha emprendido varias medidas para combatirla y desarraigarla de una buena vez de la escuela y de las épocas de inicio del año escolar.

La intervención de INDECOPI en este asunto, no ha sido vista con buenos ojos, en tanto ha inmovilizado las cuentas bancarias de las cuatro editoriales comprometidas (Hilder, Corefo, Santillana y Bruño), a fin de obligarlas a devolver el dinero que han cobrado de más. Para el escritor Javier Arévalo, es un acto para las cámaras; y para el congresista Jaime Delgado, Presidente de la Comisión de Defensa del Consumidor y Organismos Reguladores de los Servicios Públicos del Congreso, es una payasada.

Algunas voces han sostenido que no se puede exigir o fijar un precio que las editoriales deben respetar y cumplir, porque sería atentar contra los principios del libre mercado. Es decir, si yo oferto un artículo, lo puedo hacer al precio que a mí se me antoje; el único que puede sugerirme el precio de venta, es el mercado. Sólo la ley de la oferta y la demanda, es la que regula el precio de los bienes y servicios circulantes en la sociedad, y así, todos ganamos.

A simple vista, la cosa es maravillosa. ¿Pero de qué libre mercado, hablamos? Si las editoriales, como lo han denunciado algunos ciudadanos, no ofertan sus textos al público abierto, sino, a un mercado cautivo, a un grupo de potenciales consumidores que son los padres de familia de las instituciones educativas con las que entablan previamente, acuerdos y concesiones informales donde el soborno y las extorsiones son las claves que aseguran el éxito y envidiables ganancias a los concertantes (“Las comisiones suelen llegan hasta un 40% del precio de venta al público”, según el congresista Delgado).

A fin de cuentas, es el padre de familia, el que termina asumiendo los elevados costos de los textos, para satisfacción de las editoriales y algunos funcionarios públicos, menos para sus menores hijos. La educación elevada a la máxima expresión de lo absurdo, cuando sabemos que toda la estructura montada en la educación peruana, tiene un solo objetivo: satisfacer las necesidades de aprendizaje y desarrollo integral de los alumnos y alumnas, futuros ciudadanos y ciudadanas de este país. Sin embargo, quienes terminan saciados y satisfechos en demasía, son otros sujetos (astutos y pendencieros).

Muy acertada la conclusión descrita en el Plan Bicentenario “El Perú hacia el 2021”, cuando sostiene que “La educación se ha universalizado, aunque su calidad es muy deficiente en todos los niveles”; situación preocupante porque precisamente “el acceso a una educación de calidad es un requisito esencial para lograr el desarrollo humano”. Problema sumamente serio si consideramos que “las limitaciones fundamentales para lograr la modernización de nuestra sociedad son la pobreza y la desigualdad social, así como la mala calidad de la educación”, refiere el mismo documento. Es una siniestra encrucijada; el padre de familia se encuentra entre la espada (las editoriales) y la pared (los educadores antipedagógicos).

A la par con las preocupaciones que genera esta lamentable situación de nuestra educación, y con el anhelo de superarlas, el DCN también sostiene que “Hoy es un imperativo ético formar, desde el hogar y la institución educativa, ciudadanos, personas capaces de diferenciar lo justo de lo injusto, de ponerse en el lugar del otro para reconocer su dignidad como ser humano”. Con este negociado de los textos de trabajo, que para el congresista Jaime Delgado es un “mercadillo vulgar” y un asalto al padre de familia; difícilmente, la escuela, está formando ciudadanos y ciudadanas. (Ingresamos al reinado de la torpeza o la picardía, cuando algunas docentes afirman sin vergüenza, que dichos textos cuestan caro porque “garantizan el aprendizaje de su niño, madrecita”).

Con el mercadeo desvergonzado de textos de trabajo escolares, entre las instituciones educativas y algunas editoriales subordinadas al mero y simple afán de lucro, violando las leyes del libre mercado, ultrajando a los fines y principios de la educación peruana, sacándole la lengua al esfuerzo por construir ciudadanía, convirtiendo a los padres de familia en obligados proveedores de las utilidades de algunos mercantilistas apátridas (no capitalistas ni emprendedores, ni creativos e innovadores) y funcionarios públicos corruptos, convierten a la educación, y a los esfuerzos del Estado y de las familias invertidos en su mejora y transformación, en un proceso detestable, incoherente e inútil.

La situación no es tan simple como dejar que el padre de familia elija comprar o no los benditos textos escolares. En el mes de junio del 2011, se dio la Ley N° 29694 (“Ley que protege a los Consumidores de las Prácticas Abusivas en la Selección o Adquisición de Textos Escolares”), con el objetivo de proteger a los consumidores —léase: padres de familia— en la adquisición de textos escolares, frente a “las prácticas abusivas de direccionar su selección o adquisición por criterios no pedagógicos”. Esta misma ley señala que en la selección de los textos escolares, deben participar conjuntamente, “los profesores, la institución educativa y los padres de familia”, pero ello, no se cumple. Definitivamente, no se cumple.

Cuatro meses después de publicada la Ley N° 29694, la Comisión parlamentaria presidida por el congresista Jaime Delgado, presenta un Proyecto de Ley para modificar los artículos 2°, 3° y 4°; e incorpora un artículo 6°, más una disposición transitoria final. Mediante leyes que no se cumplen, se pretende combatir la peste de la corrupción, tan arraigada en nuestra historia. “De buenas intenciones está empedrado el camino hacia el infierno”, dice una frase de discutida autoría. El presidente Ollanta, a través de su cuenta en twitter, manifestó su malestar: “Mi solidaridad con los padres de familia que se sienten burlados por las malas prácticas de las editoriales”. ¿Habrá algún padre de familia que no se sienta burlado por esta perversión del libre mercado?

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