jueves, 10 de mayo de 2012

LA URGENTE TAREA DE PROMOVER LOS VALORES DESDE LA UNIVERSIDAD


El artículo 13° de la Constitución Política del Perú (CPP), nos recuerda que “La educación tiene como finalidad el desarrollo integral de la persona humana”; si bien es cierto, no especifica el nivel ni la modalidad, asumimos que alude a la educación, o a todo proceso educativo en general, aquel proceso educativo impartido formalmente o dado en un centro de formación o institución educativa específicos.

Más adelante, en el artículo 18°, la CPP, referido específicamente a la educación universitaria, señala que “… tiene como fines la formación profesional, la difusión cultural, la creación intelectual y artística y la investigación científica y tecnológica”.

En ambos casos, los preceptos constitucionales señalan, en el primer caso, al “desarrollo integral”, y en el segundo, la “difusión cultural”. Tanto en el primero como en el segundo, tácitamente están incluidos los valores, entendidos como fundamentos inherentes a todo grupo humano, tendientes a regular (entiéndase: estandarizar) el comportamiento de cada uno de sus miembros.

Del mismo modo, en la Ley Universitaria (Ley N° 23733), inciso a, artículo 2°, fines de la universidad, leemos lo siguiente: “Conservar, acrecentar y transmitir la cultura universal con sentido crítico y creativo afirmando preferentemente los valores nacionales;…”. Observamos que cultura universal y valores nacionales, se conjugan en la finalidad de la universidad peruana.

Más adelante, la misma Ley, en el inciso “a” del artículo 3°, indica que “La búsqueda de la verdad, la afirmación de los valores y el servicio a la comunidad”, son asumidos como uno de sus principios que rigen las actividades universitarias.

No cabe duda que las bases jurídicas para que la universidad, como una de las instituciones partícipes en el proceso educativo del país, están dadas para que la búsqueda de la verdad y la afirmación y promoción de otros valores socialmente aceptables, sean parte de todo ese quehacer académico y científico, en aras de consolidar la construcción de una nación y de un país próspero y fraterno. Ojo, que hablamos de “valores socialmente aceptables”, es decir, los valores individuales se tornan secundarios.

La Ley General de Educación (Ley N° 28044), también contribuye a definir los objetivos del quehacer educativo (en todas sus modalidades y niveles), o si se quiere, del proceso enseñanza-aprendizaje, en su artículo 6° leemos lo siguiente: “La formación ética y cívica es obligatoria en todo proceso educativo”. Tener presente que alude a “todo proceso educativo”[1]. Es decir, el papel de la universidad no está fuera de este mandato de cumplimiento obligatorio.

Tenemos claro que la llamada tarea “formación en valores”, es una urgencia que la sociedad de hoy día demanda y encarga a las instituciones educativas de formación básica y superior, para que la realicen. Valores como la verdad, honestidad, responsabilidad, solidaridad, fraternidad, servicio comunal, puntualidad, respeto, y otros, son exigidos por la sociedad en su conjunto a fin de estrechar lazos de cohesión y pertenencia, concomitantes con los objetivos de buen gobierno, democracia e inclusión social. En suma, la convivencia pacífica, donde la tolerancia se erige como uno de sus fundamentales valores a fin de construir y realizar ese sueño denominado “interculturalidad”, necesita de la universidad como aliado estratégico en esa difícil y urgente tarea.

Es la universidad, entonces, ahora más que nunca, la llamada a construir país. Es la universidad como un ente que rige sus actividades bajo los dictados de la ciencia y la técnica, a quien compete el liderazgo en esa ardua e inacabable tarea de construir humanidad. El país, la región, la provincia, el distrito, la comunidad; exigen y esperan que la universidad se haga presente, involucrándose en la búsqueda de soluciones a sus diversos y más apremiantes problemas.

Pero la pregunta que viene de inmediato, es la siguiente: ¿Cómo formar en valores? Es evidente que el aula, ese pequeño pero gigante espacio donde el proceso enseñanza-aprendizaje se presenta como una compleja relación intersubjetiva, en la que docente y estudiantes, son los protagonistas indiscutibles, es el espacio en el cual se concretizan todas las actividades curriculares. Todo el currículo se visibiliza en el aula. La ciencia, la técnica y el arte, constituyen actividades que se entrelazan e interrelacionan en el aula de clases a merced de los dictados de la pedagogía, con el único objetivo de “formar personas” que coadyuven a la consolidación de la “convivencia humana”. Es a la “convivencia humana” a la que se busca preservar, fortalecer y reproducir.

Si bien es cierto, los valores son entes abstractos; estos se visibilizan a través de nuestras acciones y actitudes. En consecuencia, corresponde al docente y al estudiante, convertir al aula o al “salón de clases”, en un espacio de permanente entrenamiento de los valores, de aquellos que la sociedad demanda y encarga. Aquella nómina que conocemos como “Normas de Convivencia”, no es sino, valores que concertadamente se construyen para ser puestos en práctica constante por quienes interactúan en el aula: Docente y estudiantes.

Faltaría que cada docente emita un informe semestral sobre el cumplimiento o no de las normas de convivencia en su aula. Así podría determinarse cuáles valores se cumplen y cuáles no. Luego, monitoreando las particularidades de cada aula o de cada Escuela profesional o de cada ciclo de estudios, detectar las causas o factores intervinientes en el cumplimiento o no de determinados valores o normas de convivencia. Sólo así, puede definirse y actualizarse las estrategias de vigilancia y de preservación del cumplimiento de los valores, en aras de proteger la salud social e institucional.

Quizá ameritaría la conformación de un equipo de vigilancia y promoción permanentes del cumplimiento de los calores. Tendría las funciones de una comisión especial con la participación de los estamentos universitarios: docentes, administrativos, estudiantes y egresados; por qué no, padres y madres de familia o tutores de los estudiantes. Es necesario vigilar y monitorear el cumplimiento o no de los valores que la institución universitaria, la Facultad, la Escuela Profesional, o el aula han concertado con anticipación.

No está demás señalar la necesidad de estandarizar aquellas normas en toda la institución universitaria. Es preciso entender que el fin último de toda norma de convivencia es garantizar el cumplimiento de objetivos comunes. La salud social se constituye como un fin en sí. La institución, sea universidad, familia, comunidad, región, país, etc., se nutre de las actividades de cada uno de sus miembros; en consecuencia, es preciso que cada uno de los miembros de una institución, en este caso, la universidad, tenga presente cuáles son los objetivos institucionales, esto es, el para qué de la institución.

No obstante la tarea se vuelve difícil, en tanto la época actual ha convertido a la competitividad, institucional e individual, en un imperativo sin precedentes. Donde valores que tenían como referente al grupo, dan paso a la emergencia de valores que sólo tienen como referente al individuo. Entonces, podemos hablar de rescate de valores que prioricen la salud del cuerpo social antes que la salud del cuerpo individual. Porque si nos desentendemos de la salud del cuerpo social, si nos desentendemos de los fines, principios y objetivos institucionales; la convivencia social no sólo pierde sentido, sino, se resquebraja, debilita y facilita la emergencia de una fase de crisis que podría amenazar su existencia.

Es lo que sucede con las instituciones educativas que imparten la educación básica: inicial, primaria y secundaria. El Proyecto Educativo Institucional, el Proyecto Curricular y otros instrumentos de gestión, son desconocidos por los padres de familia y por otros agentes de la comunidad. Se desconoce incluso, quiénes han participado en su elaboración. Ni siquiera participa todo el cuerpo docente, sólo un pequeño grupo que por afinidad tiene mayor acercamiento o “confianza” con quien ejerce la máxima autoridad de la institución educativa: el Director o Directora.

Ni qué hablar de los estudiantes. A ellos se continúa considerándolos sólo como agentes receptores; esa pérfida creencia germinada en las concepciones conductistas del desarrollo humano. Y al padre de familia sólo se le ve como una alcancía a la que se le puede extraer las monedas que uno desea y cuando lo desea. En consecuencia, y vistas las cosas así, la institución educativa no existe, desaparece, ha sido aniquilada. Cuando el director o directora cree que sólo sus apreciaciones, creencias o visiones de la actualidad y del porvenir, relacionadas con la formación de los niños, niñas y adolescentes, son las que ameritan consideración y valoración, la institución educativa ha dejado de existir.

Corresponde a la universidad, entonces, curar esos males que la educación básica ha generado en su población estudiantil, para que no se repita y se reproduzca en el nivel superior. La clave es la participación. Involucrar a los estudiantes en las tareas diversas vinculadas a su formación profesional y desarrollo personal, como vigilantes del cumplimiento de los valores institucionales, por ejemplo, se convierte en una tarea urgente que la universidad en su conjunto, no puede soslayar. No más. Además, es una exigencia de nuestra democracia.


[1] Es prioritario considerar que el proceso educativo, en nuestro país, es uno solo. Implica todos los niveles y modalidades. ¿Por qué? Porque el objetivo es único: Formar peruanos y peruanas.

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