Asumo que las
fiebres suelen ser sorprendentes, para bien o para mal. Nuestros abuelos solían
enfatizar que las fiebres son buenas en tanto son alarmas biológicas que
nuestro organismo emite advirtiéndonos de uno que otro proceso que podría
afectar o está afectando nuestra salud.
En esa lógica, nuestro país está con fiebre, desde un par de meses, por decirlo de
alguna manera. La fiebre electoral. Sube, baja, parece desparecer, pero
permanece. Fastidia, aburre, adormece, desanima, se torna insoportable, quita
el apetito. Obviamente, es una advertencia que algo podría afectar, positiva o
negativamente, la salud política. Y la política sería algo así como el hígado
del país. Se afecta el hígado, se afecta todo el organismo; todo el país, todo el estado.
Quisiera entender
su lógica. No obstante, la fiebre electoral me sabe a un absurdo. Nuestros
interlocutores despotrican de los candidatos y de sus ayayeros (aduladores),
aunque podrían ser simpatizantes, qué sé yo; pero al fin y al cabo, siempre
terminamos eligiendo a uno de ellos, de los tantos que no sabemos exactamente
qué pretenden o qué impulsos los empujan a desempeñar papeles teatrales ridículos,
casi vomitivos, en algunos casos… en casi todos los casos, vendiendo imágenes, ofertándose, traficando esperanzas.
En estos días, Perú
está afiebrado, y es una fiebre ordinaria, por supuesto. Es una calentura que
nos mantiene en un estado inverosímil, entre la somnolencia y el insomnio. Un
absurdo. ¿Cómo explicarlo? Sociológicamente, prefiero una opción: es una fiebre
que nos está fortaleciendo como país, quizá, como estado, mientras nos mantengamos vivos. “Lo que
no te mata, te hace más fuerte”, profetizó Zaratustra… Cuestión de fe.
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