Pensar, hablar o escribir sobre la inviabilidad de la
democracia —entendida a nuestra manera— en nuestro país, es casi un pan de cada
día. Quizá en la Francia de las postrimerías del Siglo XVIII, constituía una
aberración ideológica; pero hoy en día, en nuestro país, atacado virulentamente
por esa enfermedad casi demoniaca llamada corrupción, es una necesidad tan
grande que compromete su sobrevivencia.
Por supuesto que la
corrupción se vincula a comportamientos ilegales de funcionarios públicos,
elegidos electoralmente o no. En este caso, nos preocupa los funcionarios
elegidos electoralmente. Aquellos que enaltecen los principios democráticos, el
servicio público, los intereses ciudadanos, la libertad política, la
transparencia, entre otros, en sus actividades proselitistas electorales. Pero
las decepciones que generan una vez elegidos y en el ejercicio del poder, son
más grandes que las algarabías de sus mítines de cierre de campaña y de sus
caravanas multicolores que cubren las calles y avenidas con éxtasis propios de
los alucinógenos.
Se culpa a la
reelección o re-reelección, como un factor que provoca los actos de corrupción,
y hasta se piensa que prohibiéndolas, curaríamos dicho mal como por arte de
magia. Nuestro Congreso va por esa senda, buscando aprobar una norma en ese
sentido, pero es una norma que no alcanza a los congresistas, como si ellos,
—ironía de por medio— estarían protegidos con algún tipo de vacuna exclusiva para
su investidura.
Posiblemente nos
acostumbremos al destape de actos de corrupción como quien descubre un nuevo
caso de enfermedad curable; posiblemente vinculemos la corrupción como algo
inherente a nuestra democracia, contagia pero no mata; posiblemente asumamos
dentro de poco que la única alternativa es vivir con ella aunque nos intoxique,
a vivir sin ella porque moriremos.
(Posiblemente,
pienso, es nuestra democracia solo una ilusión adolescente que nos cubre de
fantasías, trasladándonos a mundos imaginarios altamente satisfactorios capaces
de aislarnos del dolor de la vida real, ocultando nuestras limitaciones e
incompetencias, por no decir, nuestra taras de sociedad contemporánea).
Posiblemente sea
nuestra democracia una cuestión de fe; creer en su existencia a pesar de las
dudas de su viabilidad y de su real existencia, a cambio de sobrevivir —aunque
sea— enfermos de por vida. Quizá solo sea una mera palabra lírica para
corazones heridos y mentes obstruidas por la gravedad de sus propios dogmas.
Quizá nuestra democracia sea una religión que sobrevive compitiendo con otras
de su estirpe y naturaleza, nada más... La fe de por medio.
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