martes, 28 de abril de 2009

INDIVIDUO Y GRUPO EN DEMOCRACIA

Hace 100 años, el francés Gustave Le Bon señaló que “la edad en que entramos será realmente la era de las muchedumbres”, y atestiguamos que así es. Pero el individuo no ha desaparecido por completo. Sin embargo, cuando la concertación y el consenso resultan situaciones casi imposibles, asoma una interesante inquietud: Hasta qué punto un individuo es proclive a ser absorbido por el grupo e invisibilizarse en los denominados “intereses colectivos”. Si la democracia se sustenta en hacer predominar la voluntad de las mayorías sobre la voluntad de las minorías —y en el mejor de los casos, a través de una negociación, buscar una situación que pretenda o presuma beneficiar y satisfacer a “todos”—, ¿dónde queda la voluntad individual? Sin pretender ir mas allá de una conclusión hipotética, la democracia solo considera al individuo mientras esté incluido o aleado en un cuerpo colectivo, pero ya no ve al individuo, sino a un montón de unidades que vale la pena considerarlos en tanto expresen una sola voz, un solo parecer, una sola voluntad. En otros términos, la democracia necesita de los grupos, de ningún modo, del individuo, para prevalecer e instituirse en una norma de vida. No cuenta el individuo para una democracia, en tanto este pretenda sostener su individualidad al margen de toda expresión o fuerza colectiva. La democracia se mantiene viva gracias a la eliminación del individuo o a su reducción a una unidad inexpresiva por sí sola. Y si un individuo se atreve a mostrar su presencia sin respaldo grupal alguno, la democracia entra en crisis y resulta un absurdo su validez como sistema de convivencia social. He allí, la necesidad de la vigencia de los partidos políticos. Ello puede explicar la crisis de la democracia como régimen político, económico y social. No ha sido posible eliminar al individuo, ni siquiera amalgamarlo en la presuntuosa denominación de “espíritu colectivo”. El individuo siempre impera y por ello, detrás de una gran obra benéfica para la humanidad o detrás de una gran monstruosidad, podemos hallar a un líder, jefe o responsable individual. Además, las decisiones siempre son individuales, incluso dentro de un grupo, las decisiones son inclinadas o empujadas por la voluntad individual más predominante o reticente a ser absorbida por el grupo. La cotidianidad y la historia, pueden darnos fe de ello. Con razón, Le Bon, señalara que “Las multitudes tienen opiniones impuestas, nunca razonadas”. Podría ser, como sostiene Le Bon, que los individuos que se dejan absorber por el grupo, son aquellos que temen aceptar y asumir su impotencia e incapacidad para alcanzar ciertas satisfacciones, y además temen ser señalados o considerados “inútiles”. Y es el grupo, precisamente, el que les provee de una necesaria aureola de “invulnerabilidad y omnipotencia”, y se ocultan, entregándose a él, a sus dominios y protección. Son los individuos que no temen al error ni al fracaso los que se enfrentan y se resisten a toda intención grupal de subsumirlos en el ilusorio “espíritu colectivo” y son quienes asumen el liderazgo y la jefatura de los grupos, y por lo tanto, los dirigen, haciéndoles creer que persiguen sus “objetivos grupales”. Las actividades proselitistas pueden aleccionarnos sobre este fenómeno. Los candidatos y caudillos, emplean discursos altamente demagógicos y por ello, logran dirigir y arrebatar las voluntades de los individuos integrados en los grupos a quienes se dirigen. Los discursos, juegan un papel imprescindible en todo acto gubernamental. Acertadamente, Le Bon, escribió que “el arte de los gobernantes, como el de los abogados, consiste en saber manejar las palabras”. Los peruanos, tenemos ejemplos de sobra que validan esta hipótesis. (Artículo que publiqué en la página editorial del diario La Industria de Chiclayo, el día 22 de julio del año 2006)

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