martes, 5 de mayo de 2009

EL DIFÍCIL TRANCE DE LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA

(Extracto de ensayo inédito) La democracia nos genera un conjunto heterogéneo de figuras e imágenes, cuando pretendemos construir una definición que la describa de cuerpo entero, y nos permita a la vez, entenderla y tratarla, a fin de preservarla saludable; cuanto más, debido a su complejidad y a las transformaciones que ha sufrido, nos complica la vida nuestro afán por pretender definir todo aquello que sugiere e insinúa el mecanismo de la “representación política”, que viene a ser, sino, la esencia y la energía que da vigor a la democracia representativa. No obstante, la advertencia de un autor español, cuando señala que “intentar conjugar representación con democracia ha sido la causa de la crisis de aquella”(1). Si la democracia puede entenderse como un conjunto de mecanismos para la institucionalización de los conflictos (DEGREGORI, 2004), o una competencia por el poder entre partidos políticos (GUIDDENS, 2000)(2), por lo tanto, sólo es posible gracias a la actuación de estos –partidos– sobre la voluntad colectiva (KELSEN, 1977); entonces, democracia es cualquier régimen que elige a sus gobernantes mediante elecciones libres y no fraudulentas o simplemente es todo lo contrario de autocracia (SARTORI, 2003), pero sucede que los ciudadanos y ciudadanas han sido reducidos al simple papel de electores y ya no se sienten representados ni representadas, lo que conlleva a que la democracia vaya más allá de las simple participación e implique una lucha de unos sujetos, en su cultura y su libertad, contra la lógica dominadora de los sistemas (TOURAINE, 1995). Pero también puede concebirse como un conjunto de normas que dan forma a la relación entre gobernados y gobernantes, donde estos necesariamente deberán ser investidos como tales gracias a una participación mayoritaria en elecciones que respondan a los principios de transparencia y libertad (BOBBIO, 9999); ello hace de la democracia, una red compleja de estructuras y procesos que descansa sobre la premisa de una participación existente, independientemente de su grado o intensidad (NOHLEN, 2004). Si continuáramos citando las definiciones e ideas de la democracia como mecanismo que regula la convivencia humana, en la actualidad, las páginas del presente ensayo se multiplicarían escandalosamente, y aun así, no agotaríamos el asunto. Intuimos pues, que la democracia es una y muchas otras cosas a la vez, dependiendo del contexto cultural y sociopolítico donde se asiente o pretenda acoplarse. Entonces, si la representación política se deriva y responde a ella, es lógico que todo intento por construirle una definición aceptable y consensuada, implique grandes dificultades, acaso con la promesa de al finalizar los debates, volvamos a cero, y con las baterías descargadas. No obstante, al recorrer su historia y evolución, encontramos algunas características que le son propias, y algunos elementos o factores observables en sus diversas manifestaciones en la realidad empírica, lo que podría ayudarnos a ponernos de acuerdo en la tarea –tediosa, muchas veces- de concertar una idea –más o menos, aceptable– de lo que realmente es, o quizás, de cómo quisiéramos que sea. Estaremos de acuerdo en que tres son los factores que dan cuerpo a la representación política. Las elecciones, es uno de ellos; el rol de los representantes, otro, y un tercer factor sería el control al cual estarían sometidos aquellos por parte de los representados(3). Estos a su vez, expresarían la presencia de dos requisitos indispensables de la representación: La representatividad (que implica el carácter electivo de los representantes, por lo tanto responde al cómo son elegidos, para qué y hasta qué tiempo usufructuarían –con las limitaciones que sugeriría el término– la representación, y la responsabilidad (que descansa sobre los mecanismos de control que ejercerían los representados, lo que tiene que ver con la vigilancia a la que estarían sometidos durante el ejercicio de la representación, y respondería al qué han hecho o qué están haciendo, y si deberían o no continuar haciéndolo, incluso, yendo un poco más allá, insinuarían o demandarían un sanción en caso ciertos actos hayan resentido la voluntad e intereses de los representados). Aparece también, otro término que para nuestra lengua es nuevo y hasta de difícil traducción: Responsividad. Los autores(4) que lo utilizan, lo hacen diferenciándolo de responsabilidad. Ésta alude a que el representante tienen que dar cuenta de su actos a quienes representa; y aquella, aunque de por sí, su traducción a nuestra lengua, es ya complicada, podría querer decir “gobierno respondiente”, algo así como que el representante debe satisfacer a sus representados, sin necesidad que estos se valgan de mecanismos de control. Y para un mejor entendimiento de lo que significa o quiere decir, EULAU y KARPS(5), lo descomponen en cuatro elementos esenciales: 1) responsividad política, que sugiere una congruencia, o lo que nosotros llamaríamos una permanente retroalimentación, entre representante y representados; 2) responsividad por servicios, que señala las acciones de tipo no representativo que debe llevar a cabo el representante, como por ejemplo, generar beneficios o ventajas para un determinado estrato de sus representados; 3) responsividad por distribución, si el anterior hace referencia a servicios y beneficios para un determinado grupo de los representados, ésta se refiere a beneficios generales para todos los representados, que debe proveer el representante; y 4) la responsividad simbólica, no es sino, el grado de confianza que debe ganarse el representante para mantener el apoyo que desde un inicio obtuvo de sus representados, para ello es necesario que realice algunas acciones de tipo simbólico. Aun así, el término responsividad, siendo de difícil traducción y definición, parece prestarnos ayuda en el camino de entender fenómeno tan complejo (la representación política) y, hoy más que nunca, tan importante y crucial para continuar concibiendo a la democracia representativa, como una alternativa que no encuentra competencia, por lo menos, y a decir de otros estudiosos (y que en cierta manera nos complace a todos aquellos que nos aferramos a los principios de libertad, igualdad y fraternidad), desde el desplome sucedido en la ciudad de Berlín. En cuanto a las elecciones, como veremos más adelante, se ajustarían a determinados requisitos mínimos de tal manera que otorguen a la condición de “representante” aquello que denominamos “legitimidad”. Dentro de las incontables definiciones de este término, consideramos pertinente la siguiente: “… Capacidad de un sistema político para engendrar y mantener la creencia de que las instituciones políticas existentes son las mejores del mundo… o que, si bien no son particularmente buenas, no hay otras mejores”(6). La legitimidad descansa entonces, en un factor subjetivo. Confianza. Definirla no implica mayores complicaciones, como sí, medirla. Nuestra democracia representativa, tiene un gran desafío; mas aún, si el contexto en el cual opera se caracteriza por profundas inequidades, desigualdades e injusticias ancestrales e históricas. Lograr que la gente confíe en ella, que exprese aceptación, conformidad y satisfacción porque observa y siente que sus necesidades son atendidas y sus problemas solucionados; es la gran tarea de nuestra democracia representativa. Pero necesita del auxilio de la propia gente, que a cualquier costo y frente a otras alternativas, la prefieran a ella. Respecto al rol que asumirían los representantes como tales, implica el reconocimiento y aceptación de los mecanismos que –por decirlo de alguna manera– encuadrarían sus acciones, delimitando sus funciones y fines. Pero estos roles tienen que cumplir con el requisito de responsabilidad, ante los representados; estos es, rendir cuentas. Lo que nos lleva directamente al acto de control que los representados someterían a sus representantes. Como escribe Pitkin, “lo que define a la representación es la responsabilidad ante el gobernado”(7). Pero respecto a este control ejercido por los representados hacia sus representantes, que aparece junto con la “nueva corriente democrático-participativa que surge en el contexto occidental de los años sesenta”(8), se discute si tiene que ser en el momento electoral –nace y muere con, y en el sufragio– o interelectoral –periodo comprendido entre elección y elección–. Dentro de este factor, el control, estarían comprendidas las consultas populares de revocatoria que, en nuestro país, se vienen realizando desde el año 1997, hasta la sexta que se ha realizado en diciembre del presente año, para destituir de sus cargos a no muy pocas autoridades municipales. Pero también, además de su corta historia que presenta matices y resultados diversos, invita a un debate y una reflexión en cuanto a definir sí realmente expresa, dentro de la participación ciudadana, una sincera voluntad de mejorar las relaciones entre representados y representantes, de cara al cumplimiento de objetivos en pro del bienestar general (obviamente, delimitado en una determinada circunscripción territorial), o simplemente, obedece a otros criterios e intereses, alejados totalmente de una sana voluntad en bien de la democracia. Precisamente, en torno a las consultas populares de revocatoria del mandato de autoridades municipales(9), girará el tratamiento y desarrollo del presente ensayo, y básicamente, la participación electoral implicada en las diversas convocatorias y los móviles –que desde un primer momento, hacen suyos los promotores y otros actores implicados– que hacen posible su realización. Y dado que la participación electoral es un fenómeno fundamental que sostiene al edificio de la democracia representativa –aun sabiendo que la representación política no necesariamente nace de un proceso electoral–, será tratada también, comparativamente, el comportamiento que ha mostrado en los otros procesos electorales realizados en nuestro periodo de estudio. Nohlen, escribe que es necesario “una alta concurrencia del soberano, el pueblo, al acto electoral”(10) para que la democracia pueda cumplir con las expectativas que se han generado en torno a ella. Aun, cuando los factores limitantes de la participación difícilmente pueden ser señalados con certeza, aquella puede emplearse para medir el desempeño de los organismos electorales. Pero no sólo se trata de encontrar y explicar las causas que condicionan o limitan la participación electoral, se trata también de explicar la influencia de ella, o el papel que juega frente a la “legitimidad” que necesitan adquirir las opciones ganadoras, en un determinado proceso electoral. En nuestro país, la participación electoral gira en torno a porcentajes entre 74 y 90% en las elecciones presidenciales; y entre 64 y 84 por ciento en las elecciones regionales(11) y municipales; porcentajes que se repiten en las consultas populares de revocatoria. A excepción de las elecciones regionales y municipales del año 2006, en las cuales la participación electoral alcanzó el 87%, y en las elecciones municipales del año 2007, que sólo se realizó en dos distritos recién creados(12), donde el 92 por ciento de los ciudadanos registrados en el padrón electoral, asistió a emitir su voto. Observamos también que en las elecciones municipales complementarias(13), aquellas que se realizan en las circunscripciones donde se anulan las elecciones municipales, y en aquellas donde sus autoridades han sido revocadas mediante consulta popular; la participación electoral se eleva, en relación a las elecciones municipales, que podemos llamar “ordinarias”. Ello, no necesariamente implica que los representantes elegidos mediante elecciones municipales complementarias, posean mayor legitimidad que aquellos elegidos en elecciones municipales –ordinarias–; sobre todo cuando contrastamos los datos estadísticos con los observados en las consultas populares de revocatoria, a las cuales responde. En los otros procesos electorales, como los referéndum de los años 1993 y 2005 (para aprobar la nueva Constitución Política, el primero; y para la integración y conformación de regiones, el segundo), al igual que el proceso para elegir al Congreso Constituyente Democrático (realizado en noviembre del año 1992), los porcentajes de participación electoral no difieren mucho de los observados en los comicios generales anteriormente mencionados. La participación electoral, entonces, porcentualmente, difiere entre un proceso electoral y otro, de acuerdo a la magnitud o dimensión que expresa (nacional, regional, local o de consulta). A primera vista, puede suponerse que el electorado asiste al sufragio de acuerdo al nivel de importancia que él mismo otorga al proceso electoral en el cual, decide o no, participar. No obstante, medir e identificar el grado o nivel de esta importancia concedida, resulta una tarea que nos remite al uso de métodos de mayor precisión, y aún así, dada las complejidades de la subjetividad humana, los resultados obtenidos pueden no ser el reflejo exacto del fenómeno. NOTAS: 1. Ángel RODRÍGUEZ DÍAZ; “Un marco para el análisis de la representación política en los sistemas democráticos”. En: Revista de Estudios Políticos (Nueva Época) Nº 58; octubre-diciembre 1987 2. Aunque luego admite que definirla, es una cuestión espinosa. 3. Es un tema bastante tratado por diversos autores, como Ángel RODRÍGUEZ DÍAZ (1987) y Francisco J. LAPORTA (1989), por ejemplo, pero tomando como base la obra “Los conceptos de representación” de Hanna PITKIN, publicada por primera vez en el año 1967 por el Centro de Estudios Constitucionales, en Madrid. La obra de esta autora, al parecer, constituye uno de los pilares teóricos de toda una gama de postulados que tratan sobre la representación política. 4. Ángel RODRÍGUEZ DÍAZ; Op. Cit. 5. Citados por Ángel RODRÍGUEZ DÍAZ; Op. Cit. 6. Carlos OLLERO. “El sistema representativo”; Conferencia pronunciada el 1 de marzo de 1961 dentro del ciclo de Experiencias políticas del mundo actual, organizado por el Instituto de Estudios Políticos durante el curso 1960-61. En: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Web site: http://www.cepc.es/rap/Publicaciones/Revistas/2/REP_119_061.pdf 7. Hanna PITKIN; citada por Angel RODRÍGUEZ DIAZ; Op. Cit. 8. Ángel RODRÍGUEZ DÍAZ; Op. Cit. 9. Es el nombre oficial que las diversas resoluciones de convocatoria, expresan. Hasta la fecha, no se han realizado aún, consultas populares para revocar mandatos de autoridades regionales. Aunque sí, en varias circunscripciones se han presentado las solicitudes respectivas. 10. Dieter NOHLEN; “La participación electoral como objeto de estudio”. En: Revista Elecciones Nº 03; pp. 137-157; ONPE; Lima, julio de 2004. 11. Hasta la fecha se han realizado dos elecciones regionales, en los años 2002 y 2006. Aun, realizándose simultáneamente con las elecciones municipales de esos años, la diferencia entre una y otra, es que en las regionales no participan los electores de la provincia de Lima. Y en estas elecciones, la participación alcanzó el 83% y el 87%, en el primer y segundo proceso respectivamente. Marcada diferencia con la participación electoral observada en las elecciones municipales, incluso, las realizadas simultáneamente. 12. Canoas de Punta Sal (de la provincia de Contralmirante Villar, en el departamento de Tumbes), y Manantay (provincia Coronel Portillo, en el departamento de Ucayali). 13. En nuestro periodo de estudio se han realizado 07 procesos electorales de esta naturaleza, en el año 1996 (la primera), 1999 y en los años del 2003 al 2007.

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