jueves, 14 de mayo de 2009

EL VOTO OBLIGATORIO Y LA REPRESENTATIVIDAD POLITICA

La confianza interpersonal sugiere, básicamente, de mi parte una actitud —una apuesta casi a ciegas— de esperar del “otro” una conducta y un comportamiento de no permitir que ninguna acción, de su parte o de un tercero, me perjudique. Asimismo, dar por hecho —por adelantado— actitudes y acciones aun no realizadas y que de seguro, ese “otro”, realizará. Obviamente, en beneficio de ambos y en salvaguarda de una sana convivencia. Hoy en día, sabemos que esta confianza es un factor fundamental en la construcción y permanencia de una sociedad humana. Sin ella, todo programa y contrato social pierde sentido, se resquebraja y da lugar al surgimiento indiscriminado de atractivas utopías que se basan en la intolerancia y el totalitarismo, la mano dura y la ley insensible en aras de una sociedad —no igualitaria, pero— “justa” y despiadada con los “criminales”. Precisamente, la representatividad política, se basa y se sostiene en ellas: confianza y esperanza. Yo, ciudadano con legítimo derecho a elegir —y ser elegido— confío plenamente mi poder, doy mi voto, licencio, autorizo que “fulano” en mi nombre, respete y haga respetar la ley, trabaje y deje trabajar en honor al desarrollo saludable de mi comunidad y al logro de una convivencia pacífica. Confiando en que él, hará —y fomentará— todo ello, le doy mi voto. De lo contrario, me abstengo, no asisto y me niego a delegar mi poder —mi voto— a ninguno de los candidatos que, apelando al factor confianza, han pretendido hasta el hartazgo, persuadirme para ese fin. Descrita la situación en ese tono —nada fácil por cierto—, es necesario en primer lugar, que yo, ciudadano libre e igual —que todos los demás— ante la ley, confíe en aquel que me está ofreciendo hacer cosas que me permitirán satisfacer ciertas expectativas y a la vez facilitarán que las relaciones con mis conciudadanos y semejantes, sea cordiales, fraternas, sinceras y honestas, dignas de toda confianza; y en segundo lugar y entonces, podré confiadamente, darle mi voto. Y esperar, qué duda cabe, que haga todo lo que —me— prometió. Si aquel pretendiente del poder, no logra que confíe en él, entonces, nada ni nadie puede obligarme a delegarle mi poder. Y si decido no hacerlo, tampoco, tengo porque asistir a ningún local de votación, ni siquiera, a votar en blanco o a viciarlo. En nuestro país, el voto en blanco, viciado o nulo (que bordean el 15% de los votos emitidos; mientras que el ausentismo y abstencionismo, el 25% de los electores hábiles), no se les otorga mayor importancia ni interpretaciones, capaces de proponer alternativas de cambio en la legislación electoral vigente. En el peor de los casos, están estereotipados y aureolados con el mito de que “favorecen al ganador”. Así, el elector se ve obligado a votar a favor de cualquier otro candidato, llamado eufemísticamente, el “mal menor”. Ya no porque confía o espera mínimamente algo de él, sino, por “obligación”; por evitar que su voto en blanco o invalidado “beneficie” a cualquier otro advenedizo y sinvergüenza. Concluyendo, la representatividad política en nuestro país, es producto de un “derecho” obligatorio que la ley señala. Por lo tanto, hasta inconsciente, involuntario y sin alternativa a reclamo alguno en caso de decepción, fraude, burla, estafa o desilusión. La “libertad de elección” que debe primar en escoger a mi representante, se ve contaminada por la “obligatoriedad” de asistir al acto mismo de la elección —de todas maneras ir a votar— y escoger a cualquiera de las alternativas en competencia, aunque ninguna de ellas me resulte o me haya convencido —y ganado mi confianza— para merecer tan alto honor, legítimo por cierto. El voto obligatorio, en esa óptica, no garantiza ningún tipo de legitimidad. (Artículo que publiqué en la página editorial del diario LA INDUSTRIA de Chiclayo, el día 09 de abril de 2005)

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