miércoles, 8 de julio de 2009

ESTADO Y NACIÓN

Un Estado que no reconoce a su nación, se exime de responsabilidades y que demuestra poco interés en asumir nuevos retos para consolidarse como tal, es un Estado que se presta para todo tipo de sarcasmos e ironías. Un Estado maniatado para responder ante las amenazas de intereses ajenos a la patria y que no se avergüenza ante sus deficiencias e ineptitudes políticas, es un elemento que aporta mucho para una seria reflexión que insinúe un nuevo mecanismo que lo sustituya. Presentándolo así, como un ente pensante y operativo, nos damos cuenta que Estado es sinónimo de “gobernantes”. Porque a ellos se les ha delegado el poder de tomar las decisiones y son ellos quienes nos representan —aunque muy a menudo nos parezcan un grupúsculo de cabecillas y caciques irresponsables y demagogos, hacedores de artilugios y tácticas persuasivas en su afán de satisfacerse infinitamente a costa de la pobre organización, inoperatividad o ingenuidad de los gobernados—, por tanto, esperamos que nos escuchen y siempre nos consulten sus dudas, vacilaciones o preferencias. No hay otra razón por la que justifiquen el usufructo del poder que ostentan, que la de conocer e interpretar la voluntad de los gobernados y acatarla. Y si ello no fuera posible, entonces, la representatividad política, esto es, el Estado, sería un absurdo. Una abstracción ridícula y amorfa, un elemento lírico válido sólo para ejercicios académicos de ilusos y desocupados o para divertimento de mezquinos. Si no hay congruencia entre los intereses de los gobernados y los gobernantes (podría entenderse entre nación y estado), no hay contrato social coherente ni justo que merezca ser defendido y respetado. Aunque no parezca razonable fragmentar a la sociedad en nación y Estado, es necesario hacerlo —en sentido académico— para entender las relaciones que se construyen entre uno y otro y poder explicar la diversidad de conflictos que los coloca al uno frente al otro y a veces en posturas irreconciliables, a pesar de pertenecer al mismo suelo y compartir una misma historia. No obstante, en nuestro caso, resulta una tarea sumamente difícil caracterizar a nuestra nación —por su naturaleza heterogénea e inestable—, mínimamente puede bastarnos por ahora, considerar nación a todo aquello que no sea el Estado (inclúyase en él, a ciertos grupos de poder). La oposición existente entre el uno y el otro, basta para percibir y darnos cuenta que lo que está fallando es la incapacidad del uno para operar al ritmo de las exigencias y solicitudes del otro. Porque no podemos concebir a la inseguridad ciudadana y a la permanencia de conflictos sociales de diverso índole, como hechos naturales o aceptables, sino, como deficiencias y caracteres patológicos, propios de una sociedad en la que prima una incompatibilidad de intereses entre los diversos grupos humanos y una incapacidad para convivir civilizadamente. A casi 200 años de una nueva organización social, la república no nos ha permitido consolidarnos ni como nación ni como Estado, y sin haber alcanzado lo que podría considerarse “madurez social”, estamos ya en una condición que se asemeja más a una decadencia que a un crecimiento y desarrollo doloroso. O somos una raza de hombres con limitaciones para entender la seriedad de la convivencia humana y la necesidad de aportar individualmente nuestro esfuerzo a favor de la armonía y la paz sociales, o somos víctimas de un ensayo siniestro digitado desde alguna no muy cercana sociedad de hombres de inteligencia superior y perversa. En todo caso, no sería sino, simple cuestión de enfoque, o de tribuna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario