martes, 27 de octubre de 2009

EL ABORTO DE LA RAZÓN

El ejercicio de la razón y el poder de la fe, se han declarado en guerra en torno a un tema que parecía, después de tanta revolución tecnológica y transformaciones sociales, haber sido satisfactoriamente atendido en respuesta a una necesidad de salud pública (planificación demográfica), de salud familiar (determinar el número de hijos e hijas que realmente pueda criarse) y de salud individual (la faculta de la mujer, como sujeto de derecho, para decidir cuándo, cómo, dónde y por qué procrear). El punto máximo de la discrepancia radica en la noción de “ser humano” o de “vida” que sostengamos y defendamos. Desde qué momento la unión y reproducción de unas células puede concebirse como una vida o como persona humana. Pero más allá de nuestras creencias o supuestos lógico-científicos, reconocer a nuestro Estado como un estado de derecho, es un punto de partida pertinente, en tanto admitamos que son las leyes vigentes —equivocadas o no—, las que deben determinar y regular nuestras acciones que afectan al grupo en el cual interactuamos. Y nuestra Constitución Política considera que “El concebido es sujeto de derecho en todo cuanto le favorece”; y “concepción” —acción y efecto de concebir— cuando se refriere a una hembra es “quedar preñada” dice el diccionario de la Real Academia Española. Una mujer lo está, desde el momento mismo de la concepción. Eso, que para algunos es una simple célula que no puede diferenciar la vida de la muerte, es ya un “sujeto de derecho” al que le son propios los mismos derechos constitucionales del que gozamos, peruanos y peruanas, “realmente vivos y vivas”. En consecuencia, que nuestra cosmovisión milenaria o mística pretenda señorear sobre la faz de la tierra, arrasando todas aquellas que discrepen o se diferencien de sus esquemas sagrados —por el sólo hecho de considerarse sagrados—, o que el método científico se ufane de ser el exclusivo propietario de la “verdad”; en ambos casos, se genera un conflicto bizantino tan perjudicial para la vida social, como lo es el martirio psicosocial que padece toda mujer embarazada sin ánimo ni voluntad para engendrar. No obstante, laico nuestro estado, y democrática nuestra estructura sociopolítica, aparece indeseable todo conflicto en el cual, una de las partes involucradas, posiciona sus elementos de juicio desde las tribunas del dogma, mientras que la otra lo hace desde las de la razón; hoy en día cuando podemos hablar de la “provisionalidad científica” y del método científico como uno de los últimos dogmas que ha construido la civilización. El debate, entonces, en primer lugar debe dar paso al ejercicio constitucional de la consulta popular para modificar el inciso 1 del artículo 2º de nuestra Constitucional Política; en segundo lugar, será bienvenida toda propuesta legislativa en pro o en contra del aborto, sometidas de igual modo, al legítimo derecho de la consulta popular. Antes de ello, toda práctica abortiva, amerita una sanción en tanto es un delito para nuestra legislación. Antes que a los especialistas en el tema —abogados, médicos, sociólogos, psicólogos, teólogos, entre muchos otros—, le corresponde a la ciudadanía con derecho a voto, dar su veredicto final e inapelable en torno al dilema de legalizar o no, las prácticas abortivas en nuestro país. Si después de esta vía, el aborto continuara siendo considerado un hecho inmoral e ilegítimo, para unos, o una demanda social necesitada de legalización, para otros; el mecanismo democrático ya cumplió su papel de priorizar y legitimar la voluntad ciudadana, elevándola a la categoría de ley. A no ser que la democracia se nos revele como una alternativa no favorable para este tipo de dilemas, lo que devendría en una cuestión que opacaría todas las demás. Fuera de esta alternativa de respetar la voluntad ciudadana, todo debate o discrepancias en torno a la despenalización o no de las prácticas abortivas, adquieren matices propios de un acto antidemocrático, por lo tanto, repudiable. Ni la fe ni la razón, ni la ciencia ni el dogma, son aquí, entes exclusivos para dar su última palabra ni para obstinarse en hacer prevalecer sus puntos de vista. Porque en esta época donde la tolerancia emerge como un valor de alta prioridad en aras de construir una sociedad humana saludable, hasta las conclusiones de la práctica científica, no son más que “puntos de vista”. Por tanto, susceptibles de ser observados, cuestionados, combatidos, destruidos y superados. Tan igual, como las conclusiones emanadas de toda práctica de fe.

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