domingo, 25 de octubre de 2009

JUGANDO A LA GUERRITA

Desde hace algunos días, semanas o meses atrás, el fantasma, el anhelo o la paranoia de una confrontación bélica con el vecino país del sur, está merodeando en los medios periodísticos e insinuado, o directamente mencionado, en los discursos de algunos personajes públicos con capacidad para generar corrientes de opinión.
Si en algo tiene que ver la escuela en la mentalidad peruana, en este tema específico, es el papel que ha cumplido en nuestra educación básica, no intencionado quizás, de presentar a un país llamado Chile, como el gran enemigo de nuestro Perú que nos arrebató una parte de nuestro territorio, abusando de su poderío militar de esos años. Aquellas “eternas enemistades fronterizas”, como lo confirma la UNASUR (Cumbre de Cochabamba, Bolivia; diciembre del 2006), que se cultiva en las escuelas, constituyen un impedimento para la integración, y de nada sirven todos los discursos y propuestas de paz, “mientras en las fronteras se alimenta el enfrentamiento y no se respeta la unidad entre pueblos”.
Entonces, el nacionalismo (esa peste mortal para Vargas Llosa) o el chauvinismo que se ha cultivado en nuestra cultura contemporánea, renace, despierta y se agiganta a tal punto que el inicio de una escaramuza en la frontera sureña, deja de ser un fantasma y una amenaza, para convertirse en un jueguito de guerra tan apetecible como cuando niños, empuñábamos una pistola de plástico o una espada o en el peor de los casos un palo de escoba, para enfrascarnos en un “combate a muerte” contra nuestros mejores amigos.
Alguien “moría”, pero minutos después, resucitado, compartíamos alegremente una fruta, un postre o una golosina como si estuviéramos en el mejor de los mundos, en manos del imperio de la paz, la armonía y la hermandad.
Pero las maniobras militares en territorio chileno (denominadas “Salitre II”), con el concurso de otras naciones vecinas (Argentina y Brasil; también participaron Estados Unidos y Francia), en un contexto en el cual los discursos de algunos diplomáticos, gobernantes y políticos de ambas naciones, no son necesariamente “amistosos” ni “fraternos”; nos induce a pensar que el “jueguito a la guerra” deja de ser tal, para metamorfosearse en la peor de nuestras pesadillas si la pólvora y los fulminantes (“de a verdad” como diríamos de pequeños), son percibidos por nuestro olfato y por nuestros oídos —aunque sólo sea en un mero espectáculo circense—, para ser la antesala de una terrorífica y demoníaca realidad.
Que un diario peruano adjetivase a la jefa del Estado chileno, con un vocablo, que dado el respeto que amerita toda relación civilizada, puede sonar insolente y agresivo; y que la cancillería chilena insinúe la intervención del gobierno peruano para “moderar” la libertad de prensa en el país, sí que es una situación que advierte que las relaciones entre Perú y Chile, no están del todo saludables.
Hasta ahora, la posición oficial del Estado peruano, ha sido muy cuerda y prudente, en aras de contribuir a la manutención de un ambiente de paz en la región. El gobierno de Alan García, ha solicitado a la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), que se firme un “Pacto de No Agresión”.
Precisamente, en la Reunión Extraordinaria del Consejo de jefes y jefas de Estado de UNASUR, celebrada en San Carlos de Bariloche (Argentina), el 28 de agosto de 2009, firmaron una Declaración conjunta, entre otros puntos, para “Fortalecer a Suramérica como zona de paz”, asumiendo el compromiso de “establecer un mecanismo de confianza mutua en materia de defensa y seguridad” entre los países miembros.
Pero semanas atrás, en la Declaración Presidencial de Quito (Ecuador, 10 de agosto de 2009), emanada de su III Reunión Ordinaria del Consejo de Jefas y Jefes de Estado y de Gobierno, resaltan “el significativo impulso y el liderazgo” que la Presidencia de Chile le ha dado al proceso de integración suramericano.
Fue en la ciudad de Lima, el 20 de Octubre de 1883 que se firmó el llamado Tratado de Paz de Ancón entre los gobiernos de Perú y Chile, “deseando restablecer las relaciones de amistad entre ambos países”, a un costo que González Prada repudió y abominó hasta la muerte. Perú cedió “perpetua e incondicionalmente, el territorio de la provincia litoral de Tarapacá”, mientras que las provincias de Tacna y Arica, pasaron a la administración chilena, pero luego de un tiempo, nos quedamos con Tacna; y los chilenos, con Arica.
Al siguiente año (1884), el general Miguel Iglesias desnudaba una verdad que también ahora la podemos percibir, a pesar de los años transcurridos y a pesar de los denodados esfuerzos de ambos pueblos por construir una coexistencia pacífica entre países vecinos, en una época donde las crisis económicas y los desequilibrios ecológicos minan nuestras esperanzas de un mundo cada día más civilizado. “Fue una guerra que la han fomentado y siguen fomentándola ambiciosos sin corazón y miserable intrigantes” proclamaba el general Iglesias, para agregar que el gran perdedor fue el pueblo peruano. Es “una guerra que sólo le ha traído ruina y vergüenzas”, puntualizó.
Y meses antes del inicio de la —como toda— desgraciada conflagración, el Gral. Mariano Ignacio Prado, Presidente Constitucional de ese entonces, en su mensaje a la nación del 24 de abril de 1879, afirmaba que la guerra declarada al Perú, “no tiene en su favor razón alguna que la apoye”; sin embargo, fue un hecho inevitable.
Al parecer, los años también carcomen y resquebrajan toda relación de amistad, no sólo, entre las personas, también entre los Estados. En enero del presente año, el gobierno peruano presenta una demanda a la Corte Internacional de Justicia de La Haya, motivado por ciertas controversias sobre delimitación marítima con la república de Chile.
Ambos gobiernos están a la espera de las conclusiones del Tribunal, en tanto, preparan, ensayan y esgrimen, como difunden en los medios periodísticos, otros argumentos o estrategias para defender y consolidar sus posiciones iniciales; pero, como era de esperarse, el concurso de la sociedad civil, se da por descontada. Aunque no falte quien sostendría que los civiles son obstáculos para la guerra; gracias a Dios, no podríamos sostener que alguien esté demás para construir y mantener la paz.
Si sumamos esta peste mortífera, a las otras que ya nos están matando desde años atrás (el hambre y el analfabetismo, la pobreza y la miseria, la corrupción y el autoritarismo, la delincuencia y la impunidad, entre otras), que ya están socavando toda fortaleza cívica y moral, fragmentándonos aún más; considerémoslo un hecho, que nuestro porvenir se tornaría una nebulosa perplejidad que eliminaría, de un solo tajo, una vez más, la oportunidad de consolidarnos como una sociedad próspera y saludable.

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