domingo, 13 de diciembre de 2009

EL COSTO DE LA IMPUNIDAD

Últimamente, somos testigos de situaciones que nos revelan el trato desigual ante la ley que reciben hombres y mujeres en nuestro país. Delincuentes de toda laya, sorprendidos en fragante delito, no reciben el castigo que la ley manda. Y ya no hace falta estar en el lugar de los hechos o ser testigo ocular para sentir los sinsabores y enervarnos ante la impotencia de combatir los privilegios de los que hacen gala un sinnúmero de malhechores y sinvergüenzas; porque la prensa, ahora, con su capacidad informativa, nos lleva al lugar mismo de los hechos. Faltas o delitos, tipificados por ley, les corresponde una sanción. Sin embargo, con saco y corbata o no, hemos presenciado a sujetos que se “ríen” de la ley y de la justicia y sin mostrar ningún tipo de arrepentimiento, continúan libres y operando, igual o peor, haciendo uso de privilegios que sólo ellos conocen y saben cómo los obtuvieron, mantienen y reproducen. Ello nos revela, no hay duda, una deficiencia de la administración de justicia en nuestro país. Pero esa administración de justicia depende y está en manos de individuos que son los responsables. Esto es, por la sola sinvergüencería e incapacidad de esos individuos, se mancilla toda la labor de la justicia y se resquebraja el Estado de derecho. Porque la impunidad atenta contra la estabilidad jurídico-política y social del país. Creo que ese es el costo —inevitablemente, el que asumimos y pagamos todos y sin proponérnoslo— que implica la impunidad en todos sus niveles. Pues, provoca los mismos efectos. Con inmunidad parlamentaria o diplomática, o con un simple privilegio de “ahijado”, la impunidad provoca la misma rabia. Esta rabia trastoca las imágenes que hayamos construido de cada una de las instituciones comprometidas y las puede hacer añicos, dándose paso a la emergencia de una sociedad civil intolerante e impaciente ante la repetición de injusticias, incompetencias y desatinos en todos los niveles del poder estatal, generándose una situación de inseguridad ciudadana inconcebible, porque cada quién pretendería hacerse “justicia” por su propia mano. Ello podría explicar, en parte, los linchamientos —o intentos de linchamiento— últimos que hemos presenciado en diversas localidades de nuestro país. Pueden elaborarse un sinnúmero de lecturas de esos fenómenos masivos; la mía me dice que expresan el hartazgo de un poder judicial incapaz de erradicar la impunidad y la pérdida de respeto a la labor policial —básicamente, debido a algunos malos elementos que hay en sus filas—. Indudablemente, casi todas las instituciones públicas y el Estado mismo, están perdiendo credibilidad, respeto y legitimidad. En la calle, las opiniones de la ciudadanía son diversas y hasta contradictorias, pero ellas guardan una similitud innegable: El rechazo total, el descontento generalizado y la desaprobación a las funciones de las instituciones públicas. Amén de los improperios que se expresan al respecto. Ni una sola voz de gratitud, menos de aprobación. Así, se pone en riesgo la convivencia pacífica y si ésta se resquebraja, lo hará también el Estado de derecho. Y el agravante lo constituyen, la diversidad de opiniones y contradicciones que emiten ciertas autoridades y personajes públicos, involucrados directa o indirectamente, que nos hacen pensar que vivimos en un país donde cada quién puede interpretar la ley a su manera y a su conveniencia y actuar de acuerdo a ello, y no pasarle nada —siempre y cuando goce de inmunidad parlamentaria o de algún otro tipo de privilegio—. El costo de ello, realmente, puede ser muy alto.

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