martes, 6 de abril de 2010

CIENCIA Y RELIGIÓN: ¿DOGMAS ENCONTRADOS?

La milenaria convivencia de la iglesia (¿poder religioso?) y el Estado (¿poder político?), evidencia una relación altamente conflictiva cada vez que la anticoncepción emerge en la escena pública decidida a dar la última batalla en contra de posturas y posiciones, tercas y obstinadas, que predican la “defensa de la vida”. Como si la vida humana pueda concebirse o definirse sólo y exclusivamente a partir de la unión de los gametos masculino y femenino; se estructuran encendidos debates que se aproximan al capricho y a la necedad. Revelan también la flaqueza racional de la parte que enarbola la “cerrada defensa de la vida humana”, cuando sólo destina sus esfuerzos, ciegos y obtusos argumentos, de preservar la evolución del cigoto desde el momento mismo de su aparición, y descuidan, ignoran o eluden demoniacamente todas las situaciones salvajes que condenan a millares de nuestros semejantes a una vida —si puede llamarse “vida”— degradante e infernal, ominosa y cruel, ante lo cual, todo rito y fetichismo de carácter místico, sea moderado o espectacular, se vuelve simplemente inútil, y hasta ridículo. Muchos —con altivez y petulancia que repugna— se rasgan las vestiduras cuando hombres y mujeres, en nombre de su “libre albedrío”, deciden por qué, cómo, cuándo, y cuántos hijos tener al amparo de sus lógicas —aunque equivocadas— y cálculos particulares, frente a una situación social, económica y política totalmente contraproducente y desfavorable para construir un porvenir mínimamente satisfactorio que legítimamente les corresponde por ser hechuras semejantes a su Creador. Un Creador que lo menos que desea, por ser el amor la base de toda su obra, es que sus seres creados se agarren a trompadas y puntapiés en su nombre y en nombre de su voluntad, que se presume, definitivamente interpretada. Y cuál o cuáles serían los intereses de las iglesias, así, en plural, en promover la procreación y reproducción indiscriminada de la humanidad, sabiendo que la economía, ahora, se muestra como un fenómeno que ha escapado de nuestras manos. En otros términos, que puede mover a una institución que asume y se presume representante de la voluntad de Dios en la tierra —algunos más sofisticados y refinados, por decir lo menos, humanos de carne y hueso, se presumen ridículamente, representantes del Dios vivo— para defender y promover la reproducción de la pobreza y la miseria aquí en todos los confines de la tierra. Qué malignos intereses están detrás de tales esfuerzos sobrehumanos que hasta pretenden —o quizás lo hagan— rebasar la autoridad emanada del sufragio universal, al sugerir el relevo o el nombramiento de ciudadanos que tienen por función tomar decisiones que nos afectan a todos y a todas. Si hoy es así, mañana quizá también sugieran o impongan congresistas, jueces, fiscales y hasta al mismo jefe de Estado. En el 2005, la ONU revelaba en su informe “La Encrucijada de la Desigualdad” que en el mundo, 1,390 millones de personas —creaturas de Dios— vivían con menos de 2 dólares diarios, y de estos, cerca de 400 millones, con menos de 1 dólar por día. (Niños y niñas, adultos y ancianos, con miradas inertes, recorren diariamente letrinas y basurales para poder mantenerse “vivos”; a estas criaturas, raramente puede espantarlos la imagen del inferno por más terrorífica que ésta sea). Ante estas cifras, los supuestos representante del Dios vivo en la tierra, no se les eriza ni un bendito pelo. Se ofuscan, se enervan y gritan en el púlpito como animales heridos y enfurecidos, atacando a diestra y siniestra con una autoridad que sabrá Dios, como la han obtenido. Y lo peor, construyen y logran vender por doquier la imagen de un Dios casi maldito, porque si no obedecen su “voluntad” interpretada, simplemente, te condenará al fuego eterno. Qué más infierno que este mundo, donde individuos e instituciones con poder no cumplen otra función que la de reproducir las inequidades, desigualdades e injusticias al ritmo de sus discursos con doble sentido. Si bien es cierto, difícilmente podemos ver el futuro o anticiparnos a él; sí podemos, en base a nuestras experiencias o a las ajenas, o en base a nuestra formación académica, proyectarnos a él e imaginarlo, lo que nos permite tomar decisiones ahora, con la idea de construir, preservar o mejorar nuestro actual bienestar. En esta lógica, ¿Quién puede negar o condenar la decisión de un hombre o una mujer o de ambos, de planificar el número de hijos, ahora, con la idea de no perjudicar el bienestar de toda la familia, mañana? En nuestro país, al año 2007, según el INEI, éramos 28’220,764 de compatriotas. El 39,3% se encontraba en situación de pobreza; y de este grupo, el 13,7%, en condiciones de extrema pobreza. Aunque con bombos y platillos celebremos que hayamos logrado reducir la pobreza en 5,2 por ciento; es alarmante que más de 11 millones de peruanos vivan con S/. 7,65 diarios, y un millón y medio de ellos y ellas, puedan subsistir con menos de 4 soles diarios. (Evidentemente, la economía, una ciencia, se ha equivocado en todo el mundo). Hasta el sentido común de los desposeídos y condenados a una vida infernal, sería incapaz de sostener que esta situación podría revertirse, promoviendo el no uso de métodos anticonceptivos. Haciendo apología de la reproducción humana en nombre de un paraíso después de la muerte o al amparo de un Dios feroz dispuesto a rajarnos las espaldas con mil latigazos si planificamos nuestras familias, no se contribuye a combatir esa maldita miseria que, aunque no lo parezca, termina por afectar a toda la humanidad. Además, la creación fue una obra planificada, ¿o, no?

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