viernes, 22 de abril de 2011

EL FANTASMA DE UN GOLPE

Caído el régimen siniestro después de más de 10 años de infectar a la institucionalidad peruana con un mal indeseablemente maquiavélico, dejándola endémica, en el mes de noviembre del año 2000, se estableció un Gobierno de Transición que administró el país durante 08 meses. Valentín Paniagua, asumió este reto de “contribuir de manera decisiva a la reconstrucción y reinstitucionalización democrática”, como lo dijo en su discurso de asunción del mando, porque respondía a “la necesidad de exaltar, afirmar y consolidar la Constitución como norma de vida y de convivencia diaria”.
Irónicamente, podemos señalarlo ahora, Paniagua aludía no a la Constitución de 1979 —como era de esperarse—, sino a la cuestionada y no aceptada, según juristas y constitucionalistas que en ese entonces expresaron su parecer, la Constitución de 1993. Paniagua, leyó en su primer discurso como Jefe de Estado, que asumía su papel en “cumplimiento de la responsabilidad impuesta por el artículo 115° de la Constitución del Estado”. Se refería a la Constitución de 1993, que fue alumbrada por una dictadura que pisoteó a la de 1979, a la cual sustituía.
Efectivamente, nada nos garantiza que no vuelva a suceder lo que experimentamos el 5 de abril de 1992 con Alberto Fujimori. Me refiero a que la Constitución de 1993, tiene artículos similares a su similar a la que sustituyó.
En su artículo 206º, leemos que “Toda reforma constitucional debe ser aprobada por el Congreso con mayoría absoluta del número legal de sus miembros, y ratificada mediante referéndum”. Y quienes tienen la facultad para tomar la iniciativa, también considera a “un número de ciudadanos equivalente al cero punto tres por ciento (0.3%) de la población electoral”. La de CPP de 1979, indicaba que podían ser “cincuenta mil ciudadanos con firmas comprobadas por el Jurado Nacional de Elecciones”.
Sólo es un artículo (en la CPP actual es el 206º; en la de 1979, era el 306º) el que podría impedir la disolución o violación de la Constitución, nada más. Cómo confiar en que nadie podría atreverse a violentarla como hizo Fujimori con la CPP de 1979. Amén de que la Constitución de 1993, la que actualmente nos rige, ha sido el producto de un resquebrajamiento total del orden establecido por una anterior.
Alejandro Toledo, elegido en el año 2001, culminó su periodo y en él, sólo se reformaron algunos artículos respetando los procedimientos establecidos en ella. En el año 2006, asume la Presidencia de la República, Alan García, y de igual forma, en su gobierno reformó —y continuó haciéndolo— algunos artículos de aquella Constitución que, en sus primeros años, aunándose a las voces de otros, declaró que anularía o que reestablecería la de 1979.
Lo único que se ha hecho a la Constitución de 1993, y que puede considerarse una muestra de rechazo a la coyuntura que la originó, es suprimirle la firma de Alberto Fujimori Fujimori, de conformidad con el artículo 1º de la Ley Nº 27600, publicada el 16 de diciembre de 2001. Es casi nada, por cierto, ya que se quita el nombre, pero la obra queda. Nos regimos por ella, ella nos rige; y sólo hemos quitado el nombre de quien consideramos su gestor, por haberse atrevido a utilizar el poder concedido para ensuciar a todo el país y a su historia.
La actual Constitución Política, es nuestra, no cabe duda; no obstante, es difícil olvidar la coyuntura que la produjo, y mirarla con los mismos ojos con los que miramos, en su momento, por ejemplo, a la que sustituyó, después de ser violentada: la CPP de 1979. El criminal es susceptible de ser olvidado; sus crímenes, no.

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