En épocas de
procesos electorales, el debate no permanece o no se circunscribe a los ámbitos
propagandísticos ni se limita a la interacción entre candidatos y sus
seguidores; se presenta, emerge, fluye, hierve y genera todo tipo de
interacciones subjetivas, capaces de perturbar relaciones amicales, conyugales,
y aquellas que se dan en transitorios e improvisados encuentros coloquiales,
muchas veces entre desconocidos: en la calle, en la unidad de transporte, el
paradero, en una agencia de viajes, el mercado, la tienda, el hospital, la
iglesia, la escuela, etc.
¿Qué candidato es
bueno? Es la pregunta de cajón, como solemos decir los peruanos. Y basta que
alguien se atreva a dar respuesta, para que inmediatamente se inicie un debate
de esos que no tienen nada que envidiar a los que se dan en nuestro parlamento.
Los argumentos y contraargumentos son tan multicolores y heterogéneos que nos
proporciona la sensación de estar observando una película de política ficción con
un guion elaborado por los especialistas en el tema, más destacados del mundo
entero.
Plan de trabajo,
propuestas técnicas, perfil ético, pasado honesto, son términos que
intercambiamos en defensa o en contra de alguno de los candidatos que van
apareciendo en la discusión. Conjuntamente, con estas otras palabras que
parecieran pertenecer al mundo de la ficción: honradez, honestidad, sinceridad,
probidad, bondad, transparencia, etc.
Uno y otro
contrincante en la lid verbal, se esmera en presentar su discurso con la mayor cantidad
de “razones válidas”, esforzándose en relacionar al candidato con el futuro
gobernante. Es decir, para muchos, ser candidato es lo mismo que ser elegido o
ser gobernante electo. En otros términos, un candidato “bueno”, obligatoria y
necesariamente, es un “gobernante “bueno”.
Pero tiene un buen
plan de trabajo, pero es honesto, es trasparente, es cristiano, es joven, es
carismático, es justo, es honrado, es un hombre de fe, entre otros, son los
argumentos o razones que presentan los que debaten. Olvidan que un candidato se
ubica en un momento proselitista que hace lo que es propio en un mercado:
“vender”. Vende ideas, vende esperanzas, vende imágenes, sueños, aspiraciones.
¿Qué quiere ganar? Quiere ganar tu confianza, tu fe, tu poder que te pertenece
porque tú eres el soberano, poder que lo entregas en la cámara secreta mediante
el sufragio. Quiere que votes por él. Nada más.
Una vez elegido, ya
no es candidato, ya no vende. Ya no quiere tu confianza, ya se la diste; ya no quiere
tu voto, ya se lo diste; ya no quiere tu apoyo, ya le entregaste. Dejó de ser
candidato, ahora es gobernante. ¿Qué quiere? Lo que un gobernante quiere, no
necesariamente lo dice en público; no va a la plaza pública a gritar a voz en
cuello lo que quiere como gobernante; no lo escribe en las paredes, no lo
exhibe en una gigantografía. Solamente él lo sabe.
Un candidato, es un candidato; un gobernante, es un gobernante. Son dos
actores totalmente distintos, actuando en espacios distintos, desempeñando
papeles distintos. El problema es el elector. Concluido el proceso electoral
aún se siente, piensa y actúa como elector; cuando lo que es, es lo que siempre
ha sido y nunca ha dejado de ser: un ciudadano. ¡Ciudadano, elige; luego exige!
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