El Estado peruano adolece de muchas taras, heredadas o copiadas de un pasado violento e inhumano que sembraron los reinos europeos del Siglo XVI, en sus procesos de invasiones, saqueos y mortandad. Si es de raíces naturales o culturales, esa avaricia y deseo casi enfermizo de capturar el poder político que ha caracterizado y aún caracteriza a muchos de nuestros gobernantes, es un tema muy difícil de concluir, por ahora.
El último proceso electoral regional y municipal (octubre 2014), nos proporciona nuevas lecciones que confirman hipótesis sobre los intereses particulares de individuos y grupos que se sobreponen y se priorizan a los intereses ciudadanos, causando graves daños a la gobernabilidad y perturbando la salud social, en muchas localidades de nuestra patria.
Obviamente, perdemos todos. Se agiganta la desconfianza entre peruanos; gobernantes y gobernados, se constituyen en dos grupos opuestos, irreconciliables y recíprocamente agresivos. Se resquebraja el estado de derecho, decae la imagen del Estado en sí, y pierde total sentido hablar de nación, de república, de sociedad peruana. Los proyectos nacionales, entonces, que tanto esfuerzo nos costaron, carecen de viabilidad, seriedad y coherencia.
Un Jefe de Estado que parece jugar algún juego infantil de épocas pasadas, con el único objetivo de pasarla bien y disfrutar el momento; una primera dama que parece ser la jefa de Estado; uno que otro ministro que irradia la imagen de vivir en el país de algún cuento clásico; un Congreso que parece un circo —o un circo que parece Congreso—; un poder judicial donde las órdenes, resoluciones y sentencias resultan incoherentes o decisiones propias de un manicomio. Todo ello, contradice y alimenta una percepción ciudadana de abandono estatal, germinándose una especie de enmaraña social donde cada quien puede hacer lo que quiera, dependiendo de la caparazón que lo proteja o de los agentes gubernamentales que lo blinden.
No obstante, el Estado continúa cobrando impuestos —no puede dejar de hacerlo—; continua promoviendo, protegiendo y defendiendo a un mercado cada vez más omnipotente e inhumano; continua juramentando ministros —“por Dios y por la plata”— en nombre de una institucionalidad absurda; continua pregonando un crecimiento económico sostenible como sinónimo de desarrollo humano; y para colmo de males, ha empezado a vender la idea de convertirnos dentro de poco, en un país desarrollado… quizá para este Estado, realmente —y solo le importa que—, “la plata llega sola…”.
El último proceso electoral regional y municipal (octubre 2014), nos proporciona nuevas lecciones que confirman hipótesis sobre los intereses particulares de individuos y grupos que se sobreponen y se priorizan a los intereses ciudadanos, causando graves daños a la gobernabilidad y perturbando la salud social, en muchas localidades de nuestra patria.
Obviamente, perdemos todos. Se agiganta la desconfianza entre peruanos; gobernantes y gobernados, se constituyen en dos grupos opuestos, irreconciliables y recíprocamente agresivos. Se resquebraja el estado de derecho, decae la imagen del Estado en sí, y pierde total sentido hablar de nación, de república, de sociedad peruana. Los proyectos nacionales, entonces, que tanto esfuerzo nos costaron, carecen de viabilidad, seriedad y coherencia.
Un Jefe de Estado que parece jugar algún juego infantil de épocas pasadas, con el único objetivo de pasarla bien y disfrutar el momento; una primera dama que parece ser la jefa de Estado; uno que otro ministro que irradia la imagen de vivir en el país de algún cuento clásico; un Congreso que parece un circo —o un circo que parece Congreso—; un poder judicial donde las órdenes, resoluciones y sentencias resultan incoherentes o decisiones propias de un manicomio. Todo ello, contradice y alimenta una percepción ciudadana de abandono estatal, germinándose una especie de enmaraña social donde cada quien puede hacer lo que quiera, dependiendo de la caparazón que lo proteja o de los agentes gubernamentales que lo blinden.
No obstante, el Estado continúa cobrando impuestos —no puede dejar de hacerlo—; continua promoviendo, protegiendo y defendiendo a un mercado cada vez más omnipotente e inhumano; continua juramentando ministros —“por Dios y por la plata”— en nombre de una institucionalidad absurda; continua pregonando un crecimiento económico sostenible como sinónimo de desarrollo humano; y para colmo de males, ha empezado a vender la idea de convertirnos dentro de poco, en un país desarrollado… quizá para este Estado, realmente —y solo le importa que—, “la plata llega sola…”.
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