sábado, 8 de noviembre de 2014

UNA PERCEPCIÓN CARICATURESCA DE UN ESTADO ENMARAÑADO





El Estado peruano adolece de muchas taras, heredadas o copiadas de un pasado violento e inhumano que sembraron los reinos europeos del Siglo XVI, en sus procesos de invasiones, saqueos y mortandad. Si es de raíces naturales o culturales, esa avaricia y deseo casi enfermizo de capturar el poder político que ha caracterizado y aún caracteriza a muchos de nuestros gobernantes, es un tema muy difícil de concluir, por ahora.

El último proceso electoral regional y municipal (octubre 2014), nos proporciona nuevas lecciones que confirman hipótesis sobre los intereses particulares de individuos y grupos que se sobreponen y se priorizan a los intereses ciudadanos, causando graves daños a la gobernabilidad y perturbando la salud social, en muchas localidades de nuestra patria.

Obviamente, perdemos todos. Se agiganta la desconfianza entre peruanos; gobernantes y gobernados, se constituyen en dos grupos opuestos, irreconciliables y recíprocamente agresivos. Se resquebraja el estado de derecho, decae la imagen del Estado en sí, y pierde total sentido hablar de nación, de república, de sociedad peruana. Los proyectos nacionales, entonces, que tanto esfuerzo nos costaron, carecen de viabilidad, seriedad y coherencia.

Un Jefe de Estado que parece jugar algún juego infantil de épocas pasadas, con el único objetivo de pasarla bien y disfrutar el momento; una primera dama que parece ser la jefa de Estado; uno que otro ministro que irradia la imagen de vivir en el país de algún cuento clásico; un Congreso que parece un circo —o un circo que parece Congreso—; un poder judicial donde las órdenes, resoluciones y sentencias resultan incoherentes o decisiones propias de un manicomio. Todo ello, contradice y alimenta una percepción ciudadana de abandono estatal, germinándose una especie de enmaraña social donde cada quien puede hacer lo que quiera, dependiendo de la caparazón que lo proteja o de los agentes gubernamentales que lo blinden. 

No obstante, el Estado continúa cobrando impuestos —no puede dejar de hacerlo—; continua promoviendo, protegiendo y defendiendo a un mercado cada vez más omnipotente e inhumano; continua juramentando ministros —“por Dios y por la plata”— en nombre de una institucionalidad absurda; continua pregonando un crecimiento económico sostenible como sinónimo de desarrollo humano; y para colmo de males, ha empezado a vender la idea de convertirnos dentro de poco, en un país desarrollado… quizá para este Estado, realmente —y solo le importa que—, “la plata llega sola…”.

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